Mientras conducíamos por aquellas estrechas carreteras del norte teníamos la impresión de que las montañas nos iban a engullir, que saldrían de la niebla y se abalanzarían sobre nosotros de forma irremisible.
Era una sensación en ocasiones claustrofóbica. A un lado, la montaña de paredes casi verticales y siluetas amenazadoras. Al otro lado, aterradores cortados que finalizaban en afiladas peñas con el mar batiendo con furia. El viento terminaba por ambientar el lugar como el escenario de una novela negra.
Sin embargo, cuando ponías pie en tierra, todo aquel paisaje cargado de amenazas de muerte se ofrecía como un lugar de extremada belleza, de una hermosura salvaje y primigenia, fascinante. Siempre acompañada por la soledad.
En la falda de sus montañas se alzaban granjas y poblaciones. Las montañas protegían del viento que azotaba los pequeños espacios abiertos. El peligro procedía de los desprendimientos y de los aludes que habían causado muchas víctimas cada año. Las laderas eran inestables y los deshielos podían causar torrentes de rocas o de nieve que destruían las casas. Por ello, desde hace unos años, se había iniciado un plan para consolidar esas zonas peligrosas y evitar nuevas eventualidades.
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