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Una saga islandesa en autocaravana 90. Avistando ballenas III


El frío era penetrante, a pesar del mono tipo Pescanova. Las manos se quedaban heladas al sacarlas de los bolsillos para hacer una foto. La espera se acumulaba en los rostros. En la parte delantera, donde nos habíamos instalado Jose y yo, la visión uniforme del mar fundido con el cielo hacía pensar en el fracaso, en haber perdido tiempo y dinero para pelarse de frío. De vez en cuando nos mirábamos y sonreiríamos para darnos moral.
No sé si fue el balanceo o mirar fijo el horizonte, pero empecé a sentirme mareado. No soy un lobo de mar, aunque no me mareo en los barcos. Sí me ha ocurrido en otros medios de transporte y, muy especialmente, cuando era niño. Cerré los ojos, me concentré, respiré hondo y procuré serenarme. De esa forma volví a tener la cabeza despejada y el estómago reposado. No volví a tener problemas.

Ninguno de los dos había mirado el reloj para saber cuánto tiempo llevábamos y cuánto nos quedaba. De repente, la tranquilidad de cubierta se vio alterada. Por la megafonía advirtieron de la presencia de una ballena jorobada. Rápidamente, el sopor desapareció y, como si el capitán hubiera dado una orden urgente, todo el mundo se activó, sacó las cámaras y se puso en modo vigía. Allí estaba la ballena asomando el lomo, tomando aire antes de sumergirse nuevamente y poner fin a esa primera puesta en escena asomando la cola. Me acordé de mis lecturas de Moby Dick.
Otras embarcaciones se acercaron y pusieron sitio al área en la que se esperaba que el cetáceo apareciera nuevamente. La excitación era total. Nadie sentía el frío. Comprobamos cómo se hacinaba la gente en otra embarcación. Me pareció pequeñísima, como si pudiera ser arrojada al cielo por un coletazo asesino de una ballena. Quizá nosotros ofrecíamos la misma vulnerabilidad.

Volvió a salir la ballena y se elevó otra expresión de júbilo. Sí, era solo una parte del lomo y no esa imagen de la publicidad en que la ballena hacía una estirada propia de un portero de fútbol palomitero. Al rato, otra oportunidad. Nuevos gritos.
Aguantamos en la zona unos minutos más hasta que fue evidente que las dos ballenas avistadas se habían marchado. Sin embargo, al iniciar el regreso, aún disfrutamos de tres grupos de delfines árticos que saltaban alegremente para regocijo de la parroquia.
Para terminar, nos dieron chocolate caliente con unos bollos de canela que nos ayudaron a quitarnos el helor que se había afianzado en nuestros cuerpos.

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