La siguiente etapa hacia el norte de la denominada Ruta del Diamante nos condujo hasta Ásbyrgi, el bastión de los dioses. A Javier le había llamado la atención por su denso bosque de abedules, serbales y sauces.
Los geólogos consideraban que aquel arco de piedra de 3,5 kilómetros de largo y uno de ancho se formó como consecuencia de las inundaciones masivas del río Jokulsá al final de la edad de Hielo, hace unos 8000 ó 10.000 años. Una nueva inundación, hace unos 3000 años, terminó la configuración. Al sur, o al fondo de esa bolsa de piedra, se encontraba el pequeño lago Botnstjörn.
Había leído que la entrada al lugar era un portal hacia un castillo de cuento de hadas. Desde luego, era el trabajo de los dioses. Esa entrada estaba dividida por una alta peña, como una isla, Eyjan, como un barco olvidado por el río al trazar un nuevo cauce y fluir a través del cañón.
Por supuesto, aquella peculiaridad geológica estaba asociada a una mítica leyenda que la vinculaba con Odín, dios de dioses de los nórdicos, que atravesaba los cielos sobre su semental de ocho patas, Sleipnir. Odín no cabalgaba de forma cuidadosa entre las auroras boreales, ascendía y descendía sin tino. Una de esas veces calculó mal y bajó tanto que Sleipnir tocó con una de sus patas en la tierra y lo hizo con tanta fuerza que dejó su huella en forma de herradura en Asbyrgi.
Pusimos pie en tierra y nos adentramos en el denso bosque siguiendo una de las rutas. Fuimos devorados por los árboles. Al fondo, observamos los paredones que se alzaban entre 80 y 100 metros. Volvimos a sentirnos insignificantes.
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