Los caballos islandeses, de los que disfrutamos durante todo el viaje, fueron introducidos por los vikingos. Eran de talla pequeña, algo más grandes que un pony. Su trote suave era muy especial y recibía el nombre de tölt. No se permitía la introducción en el país de otras especies de caballos ni la exportación de esta raza.
El folleto del Centro resaltaba un aspecto esencial de este animal: su servicio a una nación. “Desde tiempos del Asentamiento en el siglo IX hasta mediados del siglo XX, el caballo tuvo una contribución crucial en la vida de Islandia: el trabajo en las granjas, el transporte, los viajes”. Siempre confiaron en el caballo. “La historia del caballo islandés está así indisolublemente unida con la historia de la nación. El caballo ha jugado también un rol principal en las artes y la cultura islandesa”.
Cuando el caballo dejó de ser útil para sus labores tradicionales encontró en el ocio una nueva y destacada función. El turismo le había devuelto el protagonismo. A lo largo de todo el país ofrecían excursiones a lomos de estos animales que harían las delicias del visitante.
Cabalgando se podían recorrer rincones de difícil acceso o que multiplicaban su efecto cautivador gracias a estas monturas. El avance era lento, lo que ayudaba a empaparse de los paisajes; también cómodo, lo que implicaba alcanzar lugares más alejados e inaccesibles.
También eran el complemento ideal a los paisajes. Los campos ganaban en belleza con las estampas de los tranquilos caballos que atraían a los que se acercaban a la vida rural.
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