Al día siguiente nos levantamos temprano. Habíamos decidido apuntarnos a una excursión para avistar ballenas. Húsavík era uno de los lugares más aconsejables para gozar de la fortuna de contemplar estos cetáceos, una nueva experiencia para los dos. El precio era alto, unos 80 euros por cabeza, aunque para este país no lo era tanto. Todo estaba muy bien organizado.
Las principales empresas que se dedicaban a esta actividad estaban en el centro comercial del puerto, que en aquellos momentos dormitaba a la espera de los nuevos clientes. Para nuestra sorpresa, nos atendió una simpática y amable joven de Barcelona. Como habíamos llegado con mucha antelación dimos un paseo para ver los barcos.
La actividad pesquera no había cesado pero una parte de los barcos pesqueros se habían reconvertido para la lucrativa actividad turística del avistamiento. Quizá en otras épocas del año, en que la afluencia de visitantes bajara sensiblemente, volvieran a su labor anterior.
El Bjössi Sör era uno de esos pesqueros reconvertidos. Era de puntal alto y casco ancho. A él fue subiendo un grupo bastante heterogéneo formado por gentes de edades variadas, diversos países y una misma ilusión. Lo primero que tuvimos que hacer fue ponernos trabajosamente una especie de mono-de--buzo que nos daba un aspecto auténtico de balleneros, a pesar de las cámaras de fotos. No prescindimos de ninguna de nuestras capas de ropa –camiseta térmica, cortafrío y anorak forrado- ya que nos advirtieron que probaríamos el sano aire ártico. El cielo se había plantado en su desangelado color gris y el sol era una pura entelequia.
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