Dyrholaey era un altiplano rocoso con un enorme hueco, como una ventana hacia el mar. Aunque la traducción de su nombre era “la isla de la colina de la puerta”, realmente era una península que se adentraba en el mar. La subida del último tramo hasta el faro tenía bemoles. Desde allí se contemplaba toda la contornada. Hacia ambos lados se desplegaban dos playas de arena negra. La que iba en dirección oeste era larguísima y entre la misma y las montañas se extendía la hermosa campiña de lava que habíamos admirado el día anterior. Dos montículos algo más adelantados y exentos permitían localizar el avión caído.
El viento era tremendo y a favor o en contra del mismo volaban los frailecillos con un vigor sorprendente. Sus nidos estaban localizados en los acantilados. Agitados por el aire observamos sus evoluciones durante un buen rato.
Con su pico colorido y su aspecto bonachón quizá los recuerdes de alguna película de animación. A lo largo del año cambiaban ligeramente de aspecto. El predominio del negro y el blanco en su plumaje le ha otorgado su denominación de frailes que surcaban el cielo. El frailecillo atlántico o común (Fratercula arctica) se había ganado un puesto en la observación de aves. Teóricamente tendrían que haber emigrado en aquella época aunque el cambio climático quizá nos había dado una oportunidad de última hora. En invierno se quedan en mar abierto. En primavera regresan a tierra para criar. Esperamos un buen rato para observar sus maniobras de caza, cómo se arrojaban al mar y pescaban peces de diversos tamaños. No hubo suerte.
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