Desde la playa observamos unos islotes frente a los acantilados, tres agujas de piedra que se alzaban vigorosas. Los islotes de basalto se llamaban Reynisdrangar. Un cuento popular decía que se originaron una noche en que tres troles (en otras versiones eran dos) intentaron arrastrar un barco de tres mástiles hasta la costa. Esos ogros, que tienen tendencia a raptar seres humanos, se vuelven de piedra si les da la luz del día. Y debieron de calcular mal el esfuerzo que tenían que realizar porque les sorprendió la salida del sol y allí se quedaron varados tan cerca de conseguir su objetivo.
Otra versión -los islandeses son muy dados a las leyendas y cuentos para explicar el origen de los lugares- contemplaba una emotiva historia de amor. Un hombre, que era tan pobre que no podía darle un hogar a su mujer, que era el gran amor de su vida, encontró a dos troles que se la llevaban, como había ocurrido con otras personas. El hombre se dio cuenta de que el destino de su mujer estaba con aquellos seres, a los que hizo jurar que no volverían a matar a nadie. Cumplieron su promesa pero él perdió a su amada esposa.
Con aquellas historias aun retumbando en nuestra cabeza tomamos la camper y nos dirigimos a la carretera de la noche anterior. Dyrholaey y Reynisfjara estaban pendientes.
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