Mientras buscábamos un hueco
donde instalarnos para cenar pregunté a un señor que se afanaba con diligencia
sobre un ordenador. Me contestó en español y me hizo un hueco. Venía de Cádiz y
hacía escala rumbo a la costa Oeste de Estados Unidos. Estaría en Islandia unos
días antes de dar el salto para recoger a su hija que estaba aprendiendo inglés
con una familia. Él realizaba el recorrido en el sentido de las agujas del
reloj, el contrario al nuestro. Quería estar un par de días en Reikiavik para
empaparse del mundo vikingo, que le apasionaba. Nos dio un par de buenos
consejos para la zona este.
Jose se había puesto en lista de
espera para cocinar y allí había charlado con un matrimonio vasco que también
iba de recogida. Venían encantados y nos aconsejaron tomar una excursión en la
laguna de los icebergs para acercarse hasta el glaciar. En el avistamiento de
ballenas no habían tenido suerte y aconsejaban con menor ardor viajero esa
excursión.
Decía Henry David Thoreau que
“disfrutar de algo en exclusiva es, por lo general, excluirse a uno mismo de
disfrutar de verdad”. Quizá si el eminente escritor hubiera sufrido algunos de
los problemas de masificación que regalaba en la actualidad el turismo hubiera
modificado su planteamiento. Sin embargo, es cierto que el disfrute en común o
el relato de la experiencia a posteriori eran una parte importante de esa
experiencia viajera. Como en otros aspectos de la vida, muy propio de seres
sociales como somos, compartir era una prolongación de nuestro carácter humano.
Los españoles lo teníamos muy claro y pegábamos la hebra siempre que podíamos.
El viaje de Jose y yo fue un viaje de largos diálogos.
Tomamos un ron con coca cola,
revisamos el itinerario y nos fuimos a dormir.
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