Utilizando todo el poder de mi
imaginación me convenzo de que los barracones de los campings donde se cocina y
se charla (que muchos no tienen, por cierto) son una transposición moderna y
adaptada al mundo de las gentes en tránsito de las antiguas casas comunales de
la era vikinga. Por supuesto, nadie estará de acuerdo conmigo.
Cuando llegaba el largo y oscuro
invierno los granjeros se reunían en esas casas grandes y alargadas donde las
mujeres cosían y quizá intercambiaban confidencias, y los hombres se entregaban
a alguna actividad para matar el aburrimiento. En el mismo lugar en que se
sentaban se reconvertía por la noche en el lugar donde dormían. Una sala anexa
se utilizaba como cocina y otra como letrina.
En el club social del camping también se cocina y se devora lo preparado.
La letrina ha sido sustituida por un cuarto de baño y las mesas siguen
acogiendo a comensales de estancia fugaz. Allí no se duerme, que para ello
están los vehículos y las tiendas.
Es el lugar donde te refugias del
viento, donde la amplitud te hace olvidar las aperturas de la camper, es donde te relacionas y hablas
con gentes de otros países o del tuyo propio, donde practicas idiomas o
intercambios gestos. Me gustan esas salas.
El problema es que son pequeñas
para tanta gente, con lo que si alguien se apoltrona es complicado para los que
vienen después encontrar un hueco y poder también disfrutar. Hay que ser
solidarios y ceder el sitio.
Aquí preparábamos el itinerario
del día siguiente o recordábamos aspectos de esa jornada. En definitiva,
hablábamos, nos comunicábamos, tomábamos ron con coca cola o una cerveza
Viking, con poco alcohol. Era nuestra distracción al atardecer o por la noche.
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