Algo más de una hora después
alcanzamos el avión. Varias veces se había producido un efecto espejismo, quizá
por la ansiedad que crecía al caer más el sol. Allí estaba, sin alas, con pintadas,
desposeído y, sin embargo, orgulloso de su estampa. Alguien había escrito que
era un lugar inspirador y no le faltaba razón. Quizá ese carácter de ruina
abandonada, de Venus de Milo de los aviones, en medio del desierto, era
suficiente para cautivar a los curiosos que se subían al ser derrotado que
miraba hacia las montañas. El mar quedaba a su espalda.
Lo rodeamos, lo observamos con
interés, como analizando su poder de atracción. Hubo un momento que me pareció
una estampa en blanco y negro con una pátina de efecto sepia. La gente se subía
a sus alas sin ningún respeto, se introducía en el interior, mancillaba su
recuerdo.
La cabalgada de regreso fue casi
tan rápida como la ida.
El último tramo hasta Vík lo
hicimos con la noche pisándonos los talones.
Llegamos al camping de Vík
pasadas las nueve. Estaba lleno y tuvimos que aparcar en el extremo de la
última fila. Gozaba de unas excelentes instalaciones.
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