Entre la montaña y la carretera
se extendían hermosos campos de pequeñas granjas. El paisaje apaciguaba los
recuerdos volcánicos. Era bucólico, relajante.
Como habían comentado mi sobrino
Javier, el hermano de José, y mi amigo Alfred, visitaríamos en el viaje muchas
cascadas, aunque cada una tenía su personalidad, lo que las hacía merecedoras a
todas ellas de una visita. Por ello, no nos resistimos a hacerle los honores a
Skogafoss, cerca de Skogar.
Cuenta una leyenda que el
vikingo Thrasi, el primero que se estableció en la zona, escondió un tesoro
detrás de Skogafoss. Siglos después, unos audaces aventureros intentaron
conseguirlo, pero al tratar de sacarlo, un asa del cofre se desprendió y cayó
al fondo. No pudo recuperarse.
El tesoro realmente era esa
cascada ancha y poderosa que se descolgaba desde una altura de más de 60 metros.
A esa hora de la tarde, y con la incidencia de las nubes, no pudimos disfrutar
del habitual arco iris. Avanzamos desde el aparcamiento para observarla desde
abajo. Te hacía sentir pequeño. En otras épocas del año su caudal podía ser
mayor e inundar parte del terreno por el que caminábamos.
Una escalera en la ladera permitía
subir hasta lo alto de la cascada, hasta el lugar desde donde se precipitaba al
vacío. Sus taludes rocosos servían de refugio para las aves. Desde ese punto
nos regaló una visión de conjunto de aquel espacio entre las montañas y el mar,
desde los antiguos acantilados hasta la actual línea de costa. Era una banda de
terreno de unos 5 kilómetros que era aprovechada por las granjas. El río
serpenteaba hacia el horizonte, la banda horizontal del mar.
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