La cascada más espectacular y
voluminosa era Seljalandsfoss. Otras
más pequeñas caían desde el mismo acantilado vertical que rompía el color verde
de la falda de la montaña. El río quedaba entre la montaña y la carretera. Nos
desviamos hacia la izquierda y dejamos el coche en el aparcamiento, a rebosar.
Era muy popular.
El arco iris coqueteaba con la
larga melena de la cascada. Desde cualquier posición era su compañero fiel.
Avanzamos hacia ella acompañados de un gran grupo de gente. El cielo estaba
claro, el sol resaltaba el verdor general, la luz era pura. Paramos casi frente
a ella.
El ritual mandaba rodearla por
el interior. Era increíble que en otros tiempos la cascada caía directamente al
mar. El camino estaba resbaladizo y acababas mojado, pero merecía la pena
observarla desde su espalda, desde la cueva que estaba detrás. De costado era
impresionante.
Seguimos el talud de la montaña.
Otras cascadas saltaban sobre las piedras. Algunas personas se aventuraban a
escalar por lugares no señalizados, con evidente peligro. Preferimos admirarlas
desde abajo.
Gljufurárbui era la cascada
oculta, cerca de las casas. Una grieta animaba a penetrar en una estrecha
cueva. Había que ir por las piedras que salvaban un pequeño arroyuelo. A veces
debías esperar porque los turistas se eternizaban buscando la foto imposible
para subirla a Facebook, en vez de disfrutar del lugar y el momento. El turismo
de postureo hace mucho daño. Se organizó un atasco tremendo.
Después de la estrecha garganta
por la que desaguaba, un fogonazo de luz, un hueco en lo alto, un efecto
conmovedor. Y todo el mundo rompiendo el encanto subiendo a una roca para una
nueva foto. No había forma de disfrutarla en silencio.
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