Nuestro objetivo era continuar
por la carretera 32, pasar la central hidroeléctrica de Bláskógar y realizar el
regreso por el lado oriental del valle, por la carretera 26. Más allá nos
hubiera resultado imposible continuar porque las carreteras no eran aptas para
nuestro vehículo ya que se internaban en las Tierras Altas.
En la zona de la central estaban
de obras. La instalación hidroeléctrica era curiosa, aunque jamás hubiéramos
aceptado gustosos que nos destinaran a ella. Era una sensación de fin del
mundo, de páramo, de soledad infinita. Iniciamos el regreso por ese paisaje
sobrecogedor, sin hierba ni flores, y nos encontramos con casi 30 kilómetros de
camino de tierra rizado que producía una intensa vibración del volante, con el
consiguiente destrozo de mi cuello y hombros. Nos armamos de valor y de
paciencia y fuimos consumiendo kilómetros.
Cada vez que nos pasaba otro
vehículo mejor adaptado que el nuestro, o nos cruzábamos con otros coches, se
generaba una molesta nube de polvo. Cerramos las ventanillas y los conductos de
ventilación de la camper para que no
penetrara. Los dos somos bastante alérgicos al polvo. El sol pegaba con
intensidad y hacía calor en el habitáculo.
Una camioneta que circulaba
delante nuestro paró ante las señales de cinco señoras orientales. Reanudó la
marcha casi de inmediato. Temimos que tuvieran una avería, con lo que optamos
por parar. Era un gesto de solidaridad en la nada. Estaban un poco desesperadas
por el estado de la carretera. Su hotel se encontraba más allá del cruce de la
26 y la 32 y preguntaron cómo era el resto del camino. Nos encontrábamos a la
mitad del tramo de tierra. Nos tranquilizó saber que no habían sufrido ningún
percance. Reanudamos el calvario.
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