Los islandeses son especialistas
en reciclar instalaciones que han caído en desuso. Un almacén portuario pasa a
ser un museo, un antiguo establo una nueva casa de huéspedes. Eso se llama
creatividad, innovación, algo que rebosa en los cerebros de estas gentes. Los
dos primeros ejemplos los vimos esa primera noche nada más aterrizar.
El aeropuerto internacional de
Keflavik, a unos 50 kilómetros de Reikiavik, aprovechó parte de las
instalaciones de la base aérea americana que abandonaron los estadounidenses en
2006. El final de la Guerra Fría había eliminado el interés por la misma. Los
barracones de la tropa habían sido reconvertidos en viviendas o en hoteles. El
nuestro se llamaba, significativamente, Base.
Al inicio de la Segunda Guerra
Mundial, la guerra relámpago de Hitler conquistó Dinamarca, que aún retenía las
competencias de política exterior de Islandia, que ocupaba un lugar estratégico
en el Atlántico Norte, remoto y alejado de la contienda. Su natural neutralidad
les llevó a rehusar el ofrecimiento de defensa militar de los británicos. Pero
un mes después de la invasión de Dinamarca por los alemanes, el 10 de mayo de
1940, las fuerzas navales británicas ocuparon la isla, según leo en Una breve historia de Islandia, de
Gunnar Karlsson.
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