Continuamos nuestra ruta por la
prolongación de la carretera que habíamos admirado desde lo alto y hasta un
desvío que nos condujo hasta una curiosa cascada doble: Hjalparfoss. Las
montañas de basalto formaban un arco o circo de donde descendían dos lenguas de
agua que se hermanaban en una pequeña laguna de extraña profundidad. Desde
lejos ofrecían un fenómeno singular, como si el agua que caía de un lado
ascendiera por el otro.
El campo de lava había formado
un desnivel de no demasiada altura, aunque ello no era obstáculo para su
atractivo. La lava se había enfriado en su camino y había dejado esas
formaciones geométricas, como columnas o hexágono de basalto. Era un doble
atractivo.
Quizá sea mi imaginación o el
impacto que tuvo aquella imagen sobre mi mente, pero mi recuerdo llena de luz
aquel conjunto para mejorar el reflejo de montaña y cascada sobre el lago, para
que ese rostro estuviera más definido, para que alumbrara la piedra y plateara
el agua. Para que fomentara nuestro idilio en aquel lugar apartado, remoto,
casi de leyenda, o en versión islandesa, de saga.
Nos desviamos un poco a la
derecha por comprobar hacia dónde desembocaba aquel caudal. Topaba con una
montaña que le cerraba el paso, se animaba a avanzar por el llano, aunque el
horizonte se cerraba con dos padrones, el uno gris y poderoso, el otro verde y
más amistoso. Asomaba una central eléctrica.
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