Por increíble que parezca, aún
me sigue sorprendiendo que un monstruo de metal de varias toneladas sea capaz
de salir corriendo, elevarse y mantenerse en el aire. Según mi amigo Fernando,
ingeniero aeronáutico del INTA, el milagro se denomina física y técnica, que me
ha explicado con paciencia y precisión varias veces. Aún así, sigo alucinando
en colores cada vez que estos bicharracos remontan el vuelo. También, cuando no
se estrellan en los aterrizajes.
Me resulta increíble que con el
tremendo desmadre que se produce en verano en el tráfico aéreo los aviones
lleguen sin demasiado retraso. El secreto está en engordar la estimación que se
traslada al cliente y que permite absorber retrasos moderados. Más increíble
todavía es sincronizar las conexiones y que pasajero y equipaje vuelvan a
fundirse en un reencuentro dulcemente soñado. En esta ocasión, la conexión
debía realizarse en 50 minutos. Al salir con un retraso de 20 minutos, el
pasaje se puso algo histérico. Saltaron las alarmas. El pasaje le dio una
paliza inmensa a las azafatas en busca de noticias que les sosegaran. Por si
acaso, me persigné, recé para que no hubiera incidencias en el viaje, y debí
hacerlo con bastante convicción ya que mi petición fue procesada, admitida y concedida.
La nueva puerta de embarque estaba a tan sólo dos minutos. El avión del vuelo
2669 que nos conduciría a Reikiavik acababa de aterrizar. Sólo faltaba que el
equipaje no se divorciara de nosotros.
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