Una ventana muestra el
mar planchadito. La abro y me impregno de aromas de sal.
Otra ventana presenta el
acantilado. No es suficiente para impedir el golpe en los tímpanos de la
conmovedora constancia de las olas a su asalto.
La siguiente tiene las
contraventanas echadas y un paredón cierra el espacio. Sólo un gigante puede
abrirlas y el gigante se marchó sin decir a dónde. Menos aun por qué le dio por
irse.
Cada ventanita es única y
hermosa, transparente, lúcida, silenciosa. Como todas son atractivas no me
entretengo en ninguna en especial, aunque cualquiera de ellas, por si sola,
haría feliz a cualquiera que tuviera la curiosidad de acercarse a ellas. Sin
embargo, yo dispongo de todas ellas. Soy un privilegiado. Buen regalo para un
viajero siempre deseoso de beber bellezas.
Por momentos, lo único
que percibes es una parte de montaña que se introduce en el mar. Otro día,
encuentras que un voluminoso rollo blanco, muy alargado, desde la montaña que
baña sus pies hasta el lugar que está enfrente, se va desvaneciendo. Como ese
detalle ya está dominado amplío la realidad que contemplo con la línea difusa
de unión entre el cielo y el mar. Siempre me gustó esa fusión de mundos.
No quiero abandonar la
montaña y le dibujo los plásticos de las plataneras. Desde aquí me resulta
imposible vislumbrar individualmente las plataneras que forman el corte del
horizonte en la piedra.
Afino un poco más: la
montaña no se hunde con violencia. La punta es un ángulo agudo, estrechito,
casi una irregular punta de lanza. A ver si es que Tanausú clavó en este punto
su última arma.
Los huertos cortan la
parte inferior y la línea de la costa que le da continuidad. Esa línea es variable,
de lava ácrata que quedó como le dio su más leal saber y entender.
Un pino corta el interior,
la unión con la montaña soberana que ha lanzado una multitud de brazos hasta el
agua. Pero se intuye que esa zona es de ascenso, de rampa que hay que subir en
primera. Cómo son las cosas, desde la terraza no da la impresión de que el
coche vaya a sufrir un calentón.
Me olvidaba de la
carretera. La recta es una entelequia. En el mundo del barranco no hay más
remedio que sestear, hacer trabajar sin descanso al volante.
¿Y por qué se oyen
cañones? Porque están bajando a la Virgen.
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