Hasta este destino, una
progresión de rampas, de revueltas, de miradores improvisados sobre las
montañas, los barrancos y el mar se alían con una visera de nubes en el horizonte.
Con la claridad de la mañana provocan la extinción albina del mar. Desde lejos
parece calmado pero en el Paseo Marítimo saltaba el muro y regaba la acera.
Los pájaros son el sonido
más constante. Lo acompaña el sonido quebrado de las hojas secas, los pasos,
algunas voces de la parrilla, la música de los pintores que dan brillo a las
maderas. Los vehículos son escasos, los visitantes hacen parada obligatoria en
la iglesia, la casa de oración y la del párroco, donde se compra algún recuerdo.
La gratitud de los
marineros que salvaron la vida por intercesión de la Virgen colgó sus
manifestaciones de los muros. Su paralelo es el repujado de un techo mudéjar
con forma de casco invertido. San Miguel da buena cuenta del demonio. Un
Nazareno, el Calvario y una Virgen antigua y serena completan la imaginería.
A la espalda, el coro y
el órgano, las voces del fervor que en este momento están silenciosas. De
frente, el pasillo de los bancos hasta el púlpito, siguiendo los cánones, a la
izquierda. Sobre el ábside, unas pinturas al fresco bastante desmejoradas.
El fervor es intermitente:
la edad marca su máxima intensidad. La pertenencia a la isla lo multiplica. El
foráneo lo estudia con un matiz artístico. Tomo el pulso a la energía del
lugar, hace años inaccesible, ahora enfatizado por el paisaje sobrenatural del
que soy consciente rodeando la ermita. Es un emplazamiento digno de una Diosa.
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