La norma son las fachadas
bien pintadas en colores cálidos, mediterráneos: crema, garbanzo, blanco, azul,
verde, rojo, como si quisieran aportar unas tonalidades nuevas a las que regala
la naturaleza. No sé si compiten o colaboran. Alguna estridencia se manifiesta
en el paisaje.
Un balcón es algo simple.
No en Canarias. La Palma hace honor a este hijo adoptivo. Son tradición vistosa
y cómoda, observatorio sobre la calle, solárium intermitente. Para disfrutarlos
mejor, más de cerca, te sientas en la terraza de uno de los restaurantes que
dan al mar. Allí se ha reunido una pandilla de los más hermosos. Como lo saben,
no les importa un poco de extravagancia en los colores: fachada roja y balcón
verde a juego con la puerta. El verde y el marrón son sus colores favoritos. Y
siempre con tiestos de flores rojas.
Desde la Marítima regreso
al interior del casco antiguo. Asciendo. Quiero saber más de la isla y
aprovecho el rato que me queda hasta la comida para visitar el Museo Insular,
en el antiguo Convento de Franciscanos. Por 1,80 euros (quizá habrá subido
cuando lo leas) tengo derecho a visitar su Patio de los Naranjos, plantados
cuando los jefes de estado europeos inauguraron el Observatorio del Roque de
los Muchachos allá por el año 1985. El piso superior, de madera, es sencillo y
encantador. Animales disecados -algunos muy curiosos-, objetos tradicionales,
arqueología y excelente pintura flamenca son atractivos que se comprenden
fácilmente con las explicaciones. Son parte de las colecciones de la Sociedad
Cosmológica.
Bajo hasta la Alameda. En
ella la gente disfruta del aperitivo a la sombra de los laureles de indias y de
las sombrillas verdes. La observo desde el extremo de la fuente alargada, hacia
el quiosco de la música. Más allá, la carabela que alberga el Museo Naval. Y
desde aquí la opción de subir hasta la Iglesia de la Encarnación, con
excelentes vistas sobre una parte de la ciudad, o alcanzar el Castillo de Santa
Catalina.
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