Los nacientes que
contemplamos desde la subida son cortos, pero de una gran fuerza que invade de
ruido monótono el circo que forma el barranco.
Noto debilidad, la cabeza
se me va y paro antes de que la lipotimia me haga perder el conocimiento. Beby
y Toni se asustan más que yo, que estoy fuera de juego, no por ser más
valiente. Son las ventajas del momento irracional que atravieso. Bendigo los
caramelos de Binter y me meto uno detrás de otro para recuperarme. Con almendras
no es un plato de gran chef, pero me devuelve la energía que me faltaba por no
haber comido.
Me quedo sentado a media
subida y trato de aprovechar mi derrota con el disfrute de lo que me ofrece el
paisaje. Si no hubiera parado no hubiera captado la mística de ese extremo
sublime del barranco, de esa lección de belleza que aporta el lugar. Beby y
Toni completan en solitario el ascenso. Siento que un ser superior está
presente.
El regreso depara otro
espectáculo. El mar de nubes va trepando desde la profundidad del barranco y
cubre las paredes tapizadas de pinos hasta formar una bahía nevada. En el
horizonte, una banda naranja y rosa marca el atardecer. Es un inmenso campo de
nieve.
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