En algunos túneles los
huecos en la piedra son ojos que se asoman al vacío y que incrementan el
vértigo y los estallidos de adrenalina. No sabemos si esas ventanas eran
necesarias o si las tallaron para solaz del visitante.
El avance deja sus
huellas llenando de restregones de barro la ropa. No por ello deja de ser un
paseo magnífico. El esfuerzo es sencillo. En ningún momento hemos sentido
cansancio, agobio o deseo de que se acabe el obstáculo.
Perdemos la cuenta. Hacia
el nueve o el diez se anuncia el final: enfrente se exhiben unos torrentes que
manan de la roca. El ruido de una catarata se hace evidente en lontananza.
El último es la máxima
prueba para obtener el diploma. En la entrada se amontonan chubasqueros que son
bolsas de plástico. Nos disfrazamos, nos reímos con las pintas indignas y nos
lanzamos a la conquista de la última oscuridad. El agua cae sobre nosotros y
nos empapa sin piedad. Caminamos sobre un separador de unos diez centímetros
como gimnastas sobre una barra fija. La luz la aportan las ventanas naturales.
Nos desprendemos de los
plásticos, verificamos el empape, notamos que la temperatura es aun agradable y
dejamos que se seque la ropa. Sin descanso, ascendemos por la escalera tallada
en la montaña. Nos queda el último tramo.
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