El segundo túnel es
sencillo: se ve la salida. El tercero es más largo. Las filtraciones causan
charcos incómodos en la estrecha senda entre el canalón alto y las paredes.
Vamos un poco de costado, un poco inclinados a la izquierda. Las rocas de la
derecha o los descensos del techo son cantados por el que va delante. Tony
porta la linterna e ilumina un aro de piedra. Beby, mi cuñada, da el contraste
con su sombra y el resplandor de su pelo rubio y rizado. Desde el tercer puesto
intuyo y me muevo inseguro.
Los roces de la cabeza
con la roca del techo van marcando nuestras calvas. Las gorras aminoran algo,
pero algún chichón y algún raspón son inevitables. Las pequeñas heridas son
marcas de guerra. Beby se salva sistemáticamente.
Se suceden las paradas
para fotografiar el paisaje, el camino, la cima, la verticalidad imposible de
árboles y taludes. El agua empapa nuestra ropa en los túneles. En los claros el
alma se empapa con la visión del barranco que estamos rodeando a media altura.
El sonido del agua cambia
con la evolución del camino. En algunos tramos es una caricia acuática, un
masaje para el oído, algo que nos penetra con dulzura. Subimos
imperceptiblemente de forma constante y el agua fluye sin descanso produciendo
ese sonido de arrastre de intensidad variable. Aun falta para el sonido
ensordecedor, el bramido de los dioses protectores que no quieren desposeerse
de su secreto.
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