La sonrisa de Eva es el
primer regalo de La Palma. El aeropuerto no cesa de arrojar nuevas generaciones
de turistas y las obras algún día transformarán al doble el espacio. Esa
hostilidad se compensa con la sonrisa sincera y cariñosa de la azafata que fue
mi alumna. Me ha colocado a su lado, me ha presentado al piloto y a toda la
tripulación con orgullo y ha hecho que me sienta un personaje en el avión.
Hasta mi hermano, usuario habitual, se muestra celoso por el trato. Beby
pregunta por el objeto de mis explicaciones y por qué merecen una bolsa de
cinco kilos de caramelos. Eva me los entrega a la salida solemnemente.
Pero los caramelos son
insuficientes para aplacar nuestra hambre. La de cultura y paisajes puede
esperar. Los rugidos del estómago, ni un momento. Las mismas necesidades han
trasladado a un ejército de comilones a Casa Goyo, un restaurante que es
casetas y pescado. Nada de lujo junto al mar. El Vino Tendal, la vieja, la
dorada, el atún en salpicón, el toyo y el tiburón son el refugio para esa
nostalgia que da el apetito. El viento suave y el sonido de las olas aplacan
algunos gritos de más de los otros clientes.
Como primer contacto con
la isla sólo insinúa una palabra: sabroso.
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