La carretera se adapta al tajo
geológico y me introduce por las montañas. Dan respeto con sus rostros
hieráticos. La caída hacia el río (el Reatillo) es esplendorosa.
Al otro lado del desfiladero
(ideal para cualquier emboscada) se ofrece una amplia vista del embalse de
Buseo, construido entre 1903 y 1915e y que remansa las aguas del Reatillo. Es
una zona de recreo y dan ganas de entregarse a la molicie, pero queda mucha
belleza por descubrir. Las montañas que forma ese enorme recipiente están
forradas de árboles tupidos. Vetas de roca viva rasgan el verde oscuro de sus
copas. Las nubes se resisten a remontar el vuelo y se enganchan en lo alto de
las cumbres. Pongo pie a tierra para deleitarme con esa estampa que me regala
la mañana.
Toda la zona conforma el Parque
Natural Chera-Sot de Chera. No les falta razón para protegerla porque su
importancia ecológica es evidente y hay que preservarla de la especulación y
del turismo que se olvida de la sostenibilidad.
El ámbito goza de un punto
salvaje. Ayer por la tarde, durante el diluvio, me crucé con poquísimos coches.
Hoy la tónica es la misma. En otra parada, coincido con unos moteros de
estética Easy Rider que me piden que
les haga una foto. El mirador que hemos elegido resume los elementos que
configuran el paisaje: el río en la profundidad oculta, las montañas que
arrojan al abismo los estrechos valles, la roca que parece agresiva pero que
duerme plácidamente bajo el cielo grisáceo, los árboles que trepan por todas
partes, las flores de primavera que rompen la homogeneidad verde, las torres de
electricidad que son la concesión al progreso, las curvas que conducen al
siguiente destino. Lo que ayer era una pesadilla por las condiciones
meteorológicas hoy es un fabuloso regalo que me encanta y dilata mi corazón.
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