La carretera se estrecha, se
pega a los taludes rocosos. Apenas caben dos coches. En varios puentes y cruces
se deben respetar las preferencias de la señalización vertical porque solo pasa
un vehículo.
La lluvia se intensifica, choca
contra el parabrisas con estrépito, me amedrenta, impide que disfrute el
paisaje. Hay demasiados puntos negros y sin visibilidad. Extremo el cuidado. La
carretera serpentea hacia uno de los puertos. Al alcanzar Sot de Chera me asomo
brevemente.
Continúo por el desfiladero de
matices oscuros por la lluvia. Caen rayos que me hacen plantearme si es
prudente continuar, si debo parar hasta que escampe. No parece que vaya a
serenarse el cielo a corto plazo. Avanzo. No puedo apreciar nada con detalle.
Chera no está lejos. Se pierde
la señal de la radio y me acompaña el tamborileo de la lluvia. El paisaje es
rocoso e impactante, se intuye tras la cortina de agua. Desde otro lugar
elevado, antes de coronar un nuevo puerto, oteo en lo profundo del valle
encajado el embalse de Buseo. Un cartel anuncia la Plana de Utiel y Requena. Se
apiada la lluvia de mi persona y cae con menos rabia, con menos virulencia,
permitiendo una visión del campo ondulante surcado por los cultivos. Queda
aguantar unos kilómetros.
Al alcanzar el hotel me siento
tenso y cansado. Me tumbo hasta que la luz declina definitivamente.
Sin demasiada convicción salgo a
cenar. Es noche de día laborable. Las calles están vacías, aparco sin problemas
frente al Mesón del Vino, otro clásico de Requena. En el interior, dos parejas
de turistas mayores y algunos comerciales. No quiero cenar mucho, pero pasan
unos solomillos de ternera que quitan el hipo y me dejo seducir. Para hacer
boca, una anchoa. De postre, tarta de manzana. El vino raspa un poco.
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