Desde la carretera que atraviesa
el pueblo, que es donde he aparcado, me dirijo a la amplia plaza mayor. La
domina la iglesia de Nuestra Señora de Los Angeles, del siglo XVII. Ha sido
despojada de sus esculturas en la fachada. Las hornacinas claman por su
regreso. Sólo tiene una torre, en el lado derecho o sur. La singularidad de sus
piedras de colores deja a más de uno perplejo. El reloj de la torre da la hora,
el día y el mes. Enfrente, el ayuntamiento. Las casas de la plaza son
desiguales.
Por un arco junto al
ayuntamiento me adentro en los barrios históricos de las tres religiones: el
árabe de Berracacina, el judío del Azogue y el cristiano. Me asumo al río y a
las huertas, a la ruta del Agua. Tomo un arco a la derecha y me recibe un
entramado de callejuelas angostas y muros blancos que han mantenido el trazado
original. Es como caminar por el pasado medieval. Por aquí encuentras la
Torrecilla, de origen musulmán, el Consejo de la Villa, del siglo XVI, en el
Arrabal, o el palacio del Vizconde de Chelva.
Aquella convivencia quedó
turbada por la expulsión de los judíos en 1492, en tiempos de los Reyes
Católicos. Y con la de los moriscos a principios del siglo XVII, durante el
reinado de Felipe III. Se les acusaba de colaboracionistas con los turcos.
Aquellos buenos agricultores dejaron sus amados campos valencianos. Las ermitas
de Santa Cruz, Loreta y la Soledad están construidas sobre antiguos lugares
islámicos.
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