En toda la zona abundan los
senderos y las rutas, con lo que me decido a olisquear por una de las más
renombradas: la Ruta del Agua. Antes del pueblo tomo un desvío a la derecha que
conduce hacia ella y al convento del Campillo. Antes de descender hacia el río
aparco y observo Chelva y el valle, una zona de huertas.
El lugar es muy popular. Hay
tantos vehículos aparcados que conduzco con cuidado para no atropellar a nadie.
No hay dónde ahorcar el coche, por lo que al alcanzar el río sigo el camino
paralelo al mismo. Luego, asciende.
El tiempo no acompaña, amenaza
lluvia y genera un éxodo de domingueros que han recogido sus pertenencias tras
solazarse en la hierba cerca del puente de piedra. Me alejo de ellos subiendo
unas cuestas en zigzag.
Desde esa parte, bastante
solitaria, la estampa de Chelva es hermosa, con la iglesia como referente y el
caserío derramándose cuesta abajo hacia el río. Detrás, queda la montaña hosca
y el cielo oscuro. Por esa parte se encuentran dos torres de vigía que
controlaban la llegada de enemigos. Regreso y entro al pueblo.
En Chelva se reproduce el patrón
de asentamientos del neolítico, la Edad de Bronce, iberos y romanos. Quizá una
vuelta por el museo Arqueológico local permita al viajero ampliar sus
conocimientos sobre aquellos tiempos. Sin duda, el período andalusí debió de ser
de progreso de la agricultura y la ganadería, que aún siguen siendo las
principales fuentes de riqueza, con el turismo. El período musulmán concluyó
con la conquista temporal por Pedro II de Aragón en 1194, la pérdida de la
población en 1214 y la reconquista definitiva en 1238. Jaime I la donó a Pedro
Fernández de Azagra, señor de Albarracín. Fue repoblada por cristianos en el
siglo XIV. Le fue otorgada carta puebla el 7 de febrero de 1369. La zona
ofrecía buenos refugios en las sierras de Javalambre y Utiel, ríos, como el
Chelva y el Tuéjar, huertas y bosques. Todo eran atractivos para los
conquistadores.
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