Aventura
o imprudencia: es el pensamiento que me asedia cuando abandono las
inmediaciones del Mirador de la Peña y remonto la carretera según las señales
para el árbol Garoé. La ermita de la Peña es la primera referencia en el
ascenso.
La
niebla es densa y se ha aferrado a la falda de la meseta central. Se suceden
las explotaciones ganaderas, las divisiones con muros de piedra. Las más
pequeñas, absurdas, pueden corresponder a los antiguos muretes que rodeaban a
las higueras para defenderlas de los animales.
Es un
mundo rústico y primitivo, selectivo, poco afectivo para el visitante, que
puede encontrarlo de interés sociológico o antropológico pero que huye por las
duras condiciones que impone el ambiente. El viento se mueve con fuerza, la
humedad es tremenda. La soledad es absoluta. Hasta dudo que las casas aisladas
estén habitadas.
Las Montañetas
es un antiguo pueblo abandonado debido a su excesiva humedad. Sus casas de
estilo herreño han sido restauradas y transformadas en casas rurales. Quizá una
de ellas sea la que alquilaron mis amigos holandeses y en la que tanto frío
pasaban.
Termina
la carretera y una senda bien provista de firme introduce al curioso por un
denso bosque. La umbría da miedo. Una cañería acompaña el camino. Las cancelas
permanecen cerradas para que no huyan las vacas. Los letreros informan de los
nombres de las fincas.
La
visión hacia el frente es buena. Hacia los lados deja mucho que desear, como si
escondiera algo. Tan sólo lomas, árboles, soledad extrema.
Empeora
el suelo, aparecen algunos charcos, los laterales se despeñan, pienso si me
habré equivocado, si corro peligro, cuando aparece un turismo con dos señoras y
me relajo. Si me hubiera cruzado con otro coche en algunos tramos hubiera
sufrido.
Después
de unos 4 kilómetros desde el desvío alcanzo la entrada. Han montado un pequeño
habitáculo donde se resguarda el señor que vende las entradas y donde se ofrecen
artesanías y algún recuerdo de la isla.
Coincido
con una turista nórdica. Contrasta su calzado adecuado para el camino irregular
de escalones y piedras con mi calzado de señorito, mi chaqueta con su aspecto
turístico. Los dos recorremos un centenar de metros hasta el árbol del agua, el
árbol sagrado y sus depósitos excavados en la piedra. El viento nos aflige con
sus golpes.
El árbol
está resguardado en un entrante de la roca, como una capilla geológica. No ha
sido tallada por el hombre, a pesar de su forma de herradura casi perfecta. Es
el gran secreto: concentra los vientos.
El
árbol es un til, un tipo de laurisilva endémico de Madeira y Canarias. Es el
único ejemplar de la isla y fue trasplantado en 1948 desde Tenerife. El
originario, que no se pudo concretar qué era, lo arrancó un huracán en 1.610.
Qué antigüedad tenía, se desconoce.
El
tronco es delgado y fibroso y todo él está cubierto de hiedra verde y
brillante. Al acercarnos comprobamos una lluvia fina desde sus hojas, que
captan la humedad de los vientos alisios, la condensan y la gotean al suelo,
desde donde se filtra a unos aljibes. Esta era el agua más pura de la isla, que
carece de manantiales, y se determinaba un orden estricto de pueblos y familias
para abastecerse. Es algo casi milagroso.
Mi
rubia compañera de excursión se fotografía al pie del árbol. Yo soy su
fotógrafo. No he traído mi cámara y no puedo inmortalizarme. Como la visión es
tan escasa y el viento tan tremendo no me entretengo mucho más, regreso y
charlo un rato con el encargado del Cabildo. Confirma que hay alerta amarilla
por viento, que el árbol antiguo no era un tilo y que lleva bien su casi
soledad en ese rincón apartado de la isla en comunión con un lugar que tiene
una energía especial. Quizá el árbol no fuera lo único sagrado.
Regreso
a Valverde en silencio, arrullado por los envites del viento, observando la
realidad pecuaria.
Nota: fotografías de José Luis Migueláñez Carreras.
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