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El Hierro. Clamor volcánico, tranquilidad infinita 25. La Restinga.



La carretera baja hasta El Pinar, el último municipio creado en la isla. Agrupa unos mil habitantes. No me entretengo en el pueblo.
Poco después, desaparecen los pinares y el paisaje se transforma en un desierto volcánico, a veces arenoso, a veces pedregoso. La triada de plantas adaptadas a suelos pobres se adueña de los espacios entre la lava solidificada en formas peculiares. Paro el coche y me introduzco unos metros entre el decorado lunar.


Montañitas de cuatrocientos o quinientos metros conforman los lomos del terreno. Se inicia la bajada. Hacia la derecha, una bifurcación conduce a la playa de Tacorón y a la Cueva del Diablo. El nombre es lo suficientemente sugerente para un desvío y soportar una senda en buen estado y un poco polvorienta. La cueva más famosa está entre ésta del Diablo y La Restinga: Don Justo. Son 6 kilómetros de galerías que no se permite explorar para proteger un endemismo. Supongo que tiempo atrás estuvieron habitadas o fueron utilizadas por los originarios habitantes, los bimbaches.

Redondas montañas de tonos marrón rojizo guardan las espaldas de la pequeña población y el puerto de La Restinga, el centro pesquero de El Hierro. A unos 5 kilómetros, en el Mar de las Calmas, brotaron hace unos meses las burbujas que anunciaban una erupción submarina. Ello trajo consigo la suspensión de las actividades de buceo, muy apreciadas en toda la zona. El Hierro es un paraíso para el submarinismo, recuérdalo. Desconozco si aún se puede bucear. Esta actividad y el turismo rural se habían convertido en dos buenas fuentes de ingresos hasta que en octubre del año pasado se sucedieron los terremotos. El Hierro salía de su anonimato para ser noticia en los medios. También a costa de arruinar su débil economía turística. Y la pesca. El 5 de marzo de 2012 se anunció el fin de la erupción.

Aparco el coche frente al puerto. Dormitan algunos barcos de pesca y unas embarcaciones deportivas. El mar está agitado, el viento bate con fuerza.
Es demasiado pronto para comer. Una pena porque los restaurantes ofrecen un pescado fresco y sabroso. Además, por la tarde tengo clase. Ni una cerveza me tomo.
El lugar es un modesto lugar de veraneo. El ritmo que contemplo es vacacional, relajado. En una calita entre el astillero y el puerto se bañan unos chavales y algunas turistas toman el sol. Un cartelón advierte del peligro de desprendimientos. Quien pase por allí asume bajo su responsabilidad que le caiga un cascote sobre la cabeza.
En esta cala han instalado unos paneles de hierro con mensajes de ánimo para la isla. Son de la campaña de Coca-Cola "Una hora más de felicidad por El Hierro".

Ya había compartido estancia en el parador con los participantes, que vestían unas camisetas con ese mensaje. Es una inyección de moral para un lugar que sufre una situación complicada. El apoyo es un granito de arena más para impulsar la economía. Cuántas cosas se pueden hacer en una hora multiplicada por miles de personas comprometidas.
Entre los barcos varados en el astillero destaca una embarcación diferente a las demás. Su fondo es de cristal y permitiría observar las profundidades a los que no se sientan con valentía para una inmersión. Lo adquirió el Cabildo y allí duerme. Una buena oportunidad para distraer a los turistas.
Subo hasta uno de los altos muros de hormigón del puerto y contemplo el entorno, salvaje, potente, amedrantador.
Por aquí estuvo mi cuñada hace varios años. El atractivo era avistar tiburones y delfines, también la pesca. O una excursión hasta las inmediaciones del Julán, el Tagoror y los Letreros. Toda la costa sur es de difícil acceso por tierra.

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