Antes de la llegada de los
griegos, Sicilia estuvo habitada por diversos pueblos. Los tres principales
fueron los sículos, que darían nombre a la isla, en la mitad oriental, los élimos,
en la parte más occidental, y los sicanos, entre ambos.
En aquella jornada nos movimos
por territorio élimo, tras un par de días en tierras de sicanos. Segesta fue
fundada por este pueblo, como Érice, y su emplazamiento se acomodó a la ladera
del monte Barbaro. Tras la conquista romana en el siglo III a. C. inició su
progresivo abandono hasta su total destrucción por los vándalos. Y digo lo de
su total destrucción porque no tengo recuerdos de los mínimos trazos de la
ciudad que fue enemiga acérrima de Selinunte y aliada de Cartago. Quizá también
fuera porque una de sus joyas, el templo, se encontraba a las afueras, en un suburbio
que formaba un complejo religioso.
Guy de Maupassant describió el
lugar como “un mar de olas monstruosas e inmóviles”, sin árboles, aunque con
viñas y cultivos. Sin embargo, en aquel círculo de montañas abundaban los
bosques. Aunque era agosto, los campos estaban verdes.
El templo quedaba aislado, sin
competencia visual. Sus treinta y seis columnas eran “uno de esos monumentos
tan poderosos y bellos que el pueblo levantaba a sus dioses humanos”, como
escribió el autor francés. También lo calificaba de altivo.
Nunca llegó a completarse. Al
observarlo detenidamente se aprecia que las columnas dóricas (era de la segunda
mitad del siglo V a. C.) carecían de acanaladuras. No se habían encontrado
partes de la cubierta porque nunca se terminó su techumbre.
La escenografía era prodigiosa. “No
podría colocarse allí otra cosa que no fuera un templo griego, y que sólo allí
podría construirse”, algo que compartimos con Maupassant, que añadía: “él solo llena
la inmensidad del paisaje, le da vida y la hace divinamente bella”.
Aunque la tarde se echaba encima
y el cansancio se manifestaba con dureza, lo rodeamos y le dedicamos un buen
rato. Se lo merecía.
En la cima del monte se
encontraba el teatro, de los siglos IV-III a. C., al que no he llegado en
ninguna de las dos ocasiones de mis visitas a Segesta, con lo que quedará para
otra incursión. Debo conformarme con las fotos de libros y guías, espléndidas. “Cuando
se visita un país que habitaron o colonizaron los griegos –escribió Maupassant-
basta con buscar sus teatros para encontrar las vistas más hermosas”. Afirmaba
que se abarcaban entre 150 y 200 kilómetros, hasta el mar. “Colocaban sus
teatros en el punto donde la mirada podía sentirse más impresionada por las
perspectivas”. Lo habíamos comprobado en Taormina y en Siracusa. Aquel
gran mirador quedó aplazado.
Con gran dolor de nuestros
corazones montamos en el coche y salimos del entramado de montañas con destino
a Palermo.
En las dos ocasiones, Segesta ha
marcado el final del recorrido, aunque aún quedara tiempo en la capital. La
ruta circular llegaba a su fin y eso siempre generaba un sentimiento de
tristeza. El silencio se instaló entre nosotros.
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