La impronta de Érice era
claramente medieval, como comprobamos a lo largo de toda nuestra visita. El
primer ejemplo se encontraba subiendo por corso
Vittorio Emanuelle y girando a la izquierda a los pocos metros. Allí se alzaba
la Chiesa Madre, la iglesia principal, con sus trazas góticas, algo poco
habitual en Sicilia, y su campanario que fue torre defensiva de los aragoneses.
El interior estaba remodelado en estilo neogótico del siglo XIX. Entramos al
templo y nos gustó.
Continuamos por la agradable
Vittorio Emanuelle con sus vistosos caserones de impactantes balcones.
Abundaban los restaurantes y las tiendas. El turismo había transformado la
calle. Quizá, por ello, era aconsejable perderse por las callejuelas
secundarias donde era más fácil la soledad y el silencio o las escenas
cotidianas.
Pasado el monasterio de San
Salvatore se abría la plaza Umberto I con el ayuntamiento y un amplio surtido
de terrazas. Nos sentamos en una de ellas, a la sombra, pedimos unas cervezas y
comimos unos paninos. Disfrutamos del
espectáculo del trasiego de los turistas.
Sin duda, uno de los grandes
atractivos de Érice son sus vistas sobre toda la contornada. Por eso, dicen que
funcionaba como una especie de faro para los barcos que pasaban por la costa.
Desde allí eran visibles las salinas de Trápani, la salvajada de sus nuevas
construcciones, las islas Egades, el llano bien cultivado, la bahía que
terminaba en del monte Cófano. Uno de esos miradores privilegiados se abría
junto a la iglesia de San Juan Bautista, que parecía ocultarse tras los árboles.
Contunuamos hasta el castillo de
Venere, construido por los normandos en el siglo XIII sobre el santuario de
Venus. Imponía esa fortaleza, más completa de lo que se podría deducir por las
explicaciones de la guía. A su sombra, se alzaba la torreta Pépoli erigida por
el conde del mismo nombre en el siglo XIX, un capricho un tanto extravagante
que en algún lugar calificaban como “amanerada construcción de vago estilo
morisco”. Paseamos por los jardines del Balio, que estaban junto al castillo.
Completada esa primera fase nos
consagramos al consejo de las calles secundarias, estrechas por motivos
defensivos y, también, para combatir el viento que, en ocasiones, podía ser
sumamente incómodo, según decían. En estas calles jugaban los niños, los
vecinos se instalaban a charlar, el empedrado brillaba, las plantas y las
flores se balanceaban. Se podía buscar alguna de las iglesias de interiores
claros, algún hotel tranquilo, un rincón acogedor.
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