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Sicilia: Sueños de una isla invadida 70. Erice II.


La impronta de Érice era claramente medieval, como comprobamos a lo largo de toda nuestra visita. El primer ejemplo se encontraba subiendo por corso Vittorio Emanuelle y girando a la izquierda a los pocos metros. Allí se alzaba la Chiesa Madre, la iglesia principal, con sus trazas góticas, algo poco habitual en Sicilia, y su campanario que fue torre defensiva de los aragoneses. El interior estaba remodelado en estilo neogótico del siglo XIX. Entramos al templo y nos gustó.

Continuamos por la agradable Vittorio Emanuelle con sus vistosos caserones de impactantes balcones. Abundaban los restaurantes y las tiendas. El turismo había transformado la calle. Quizá, por ello, era aconsejable perderse por las callejuelas secundarias donde era más fácil la soledad y el silencio o las escenas cotidianas.


Pasado el monasterio de San Salvatore se abría la plaza Umberto I con el ayuntamiento y un amplio surtido de terrazas. Nos sentamos en una de ellas, a la sombra, pedimos unas cervezas y comimos unos paninos. Disfrutamos del espectáculo del trasiego de los turistas.


Sin duda, uno de los grandes atractivos de Érice son sus vistas sobre toda la contornada. Por eso, dicen que funcionaba como una especie de faro para los barcos que pasaban por la costa. Desde allí eran visibles las salinas de Trápani, la salvajada de sus nuevas construcciones, las islas Egades, el llano bien cultivado, la bahía que terminaba en del monte Cófano. Uno de esos miradores privilegiados se abría junto a la iglesia de San Juan Bautista, que parecía ocultarse tras los árboles.

Contunuamos hasta el castillo de Venere, construido por los normandos en el siglo XIII sobre el santuario de Venus. Imponía esa fortaleza, más completa de lo que se podría deducir por las explicaciones de la guía. A su sombra, se alzaba la torreta Pépoli erigida por el conde del mismo nombre en el siglo XIX, un capricho un tanto extravagante que en algún lugar calificaban como “amanerada construcción de vago estilo morisco”. Paseamos por los jardines del Balio, que estaban junto al castillo.

Completada esa primera fase nos consagramos al consejo de las calles secundarias, estrechas por motivos defensivos y, también, para combatir el viento que, en ocasiones, podía ser sumamente incómodo, según decían. En estas calles jugaban los niños, los vecinos se instalaban a charlar, el empedrado brillaba, las plantas y las flores se balanceaban. Se podía buscar alguna de las iglesias de interiores claros, algún hotel tranquilo, un rincón acogedor.


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