El sol se alternaba con el
viento, que movía unas nubes densas que si bien no amenazaban lluvia si
provocaban dudas sobre si abrigarse o despojarse de ropa innecesaria. La más
inteligente fue Silvia, que había tomado su ropa de abrigo, no como Juan y yo.
El sendero nos condujo hasta
la basílica, donde se impartía justicia, los aljibes cubiertos y el foro, la
confluencia de las dos calles principales, el cardo y el decumano, que
estructuraban la tradicional cuadrícula. Sólo se había excavado un 10% del
yacimiento, con lo que en el futuro podrán aparecer otros vestigios y otras
sorpresas.
Hasta la década de 1950 el
yacimiento fue un campo de azafrán. Entre la basílica y los aljibes hubo un
cementerio. Hasta mediados de 1970 no se empezaron los trabajos sistemáticos.
Lo que se ofrecía a la vista eran muros bajos que perfilaban los perímetros de
las estancias lo suficiente para hacerse una idea bastante aproximada. Los
muros de los aljibes estaban bastante completos. Encima de las cisternas estuvo
la plaza pública del foro. A uno de sus lados estuvo la basílica y alrededor
del foro varias tabernae o tiendas,
un conjunto bien conservado.
Además de un templo imperial
identificable por un arco en forma de ábside en las excavaciones, lo más
relevante era un Ninfeo o fuente monumental unida al foro, pero en un nivel
inferior. Tuvo una longitud de 80 metros, 12 caños de agua y una fachada en
forma de pórtico, un ejemplo poco habitual en España. Las dimensiones dan
cuenta de su grandiosidad e importancia.
La zona ofrecía todos los
atractivos para los romanos: bosques de donde obtener madera, campos que
producían abundante alimento, como habíamos confirmado desde la carretera al
acercarnos a la ciudad, minas de sal y hierro. Por ello se consolidó como
ciudad y estuvo habitada durante siglos.
Caminamos hacia la muralla, de
la que se conservaba una pequeña parte de lienzo, y la ermita de Santa
Catalina, el ámbito medieval de Valeria. El campo se ofrecía en cuesta y el
viento atacaba nuestros brazos desprotegidos. La visión del arco o herradura
que habían tallado las aguas compensaba el frío. La carretera se amoldaba a ese
trazado sinuoso. De la hoz del río Gritos a la del Zahona, la roca mostraba un
color rojizo y unas cumbres verdes.
Bordeamos el extremo por la
derecha, y hacia la izquierda se sucedían los miradores sobre ese valle
encajado. El río era una pequeña línea casi oculta. Hace miles de años que
cumplió con su misión de tallar la roca. En una oquedad, quizá una cueva,
entraban varias personas. Unos ciclistas se esforzaban por los senderos. Varias
autocaravanas montaban guardia bajo los acantilados. Allí se alzaban peñas
verticales y orgullosas. El desfiladero se abría paso hacia el horizonte.
Nos quedamos un rato en el
mirador del Halcón. La escenografía natural era un estupendo regalo y había que
empaparse de él. Desde allí se dominaba toda la contornada.
El campo intensamente verde
estaba adornado por montones de margaritas y amapolas de vistoso color rojo.
Las flores se balanceaban, saludaban, llenaban de cromatismo el lugar,
contrastaban con el gris de las rocas. Las nubes competían con sus formas algodonosas.
Asomándose al abismo estaba una casa tallada en la roca, una casa colgada, un
urbanismo rupestre que anunciaba el folleto, de las que debió haber varias
diseminadas por el cerro, como las que hubo en otras ciudades, como Tiermes,
que también visitamos juntos.
Siguiendo el perímetro de la
peña nos acercamos nuevamente al foro y al Ninfeo, a una construcción que quizá
completaba, pero que rompía un poco la autenticidad. Entramos en la casa de
Valentín, localizamos el pasarriendas con dos cabezas de caballos que eran el
emblema de la ciudad y terminamos nuestra visita.
A 35 kilómetros se encontraba
Cuenca y a ella nos dirigimos para comer y dar un breve paseo por la parte
monumental.
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