La
antigua bajada a Frontera era incómoda aunque espectacular. Desde la meseta de
Nisdafe se iniciaba un descenso en zig zag con vistas increíbles. Pocos rastros
quedan en mi memoria, salvo algunas sensaciones y muchas curvas.
Hace
unos años, en agosto de 2003, se abrió el túnel de Frontera y la comunicación
se hizo más rápida, cómoda y segura. Más aburrida. El túnel, de 2,3 kilómetros,
goza de una fuerte pendiente, como todos los de la isla, que aconseja ir en marcha corta para que no se
embale el vehículo. Durante la crisis del año pasado amenazaba desprendimientos
y se cortó el acceso varias veces, lo que fue muy criticado porque incomunicaba
los dos sectores principales. Incluso se pidió que se abriera fuera cual fuera
el riesgo. Quizá los herreños conocían mejor los peligros o preferían morir
bajo las peñas que asfixiados por la crisis económica que generaba.
Nada
más salir del túnel busco torcer a la derecha en busca de una de las
referencias marcada por el de turismo del aeropuerto: Las Puntas. Aquí se ubica
el hotel más pequeño del mundo. O, al menos, de Canarias. El libro Guiness
avala lo primero.
Regresa
la persona de César Manrique, porque el hotel fue obra del artista de
Lanzarote. Convirtió la antigua casa de aduanas en un acogedor establecimiento,
pequeño, sobre un saliente de la costa con un ámbito precioso: Punta Grande.
Los acantilados se suceden a ambos lados y se erizan en picos fieros e
imprudentes. En este muelle se cargaban los productos agrícolas que exportaba
la isla.
Han
proliferado las pequeñas construcciones armónicas, los establecimientos que
compaginan bien con el ideal de paz y tranquilidad que defiende El Hierro.
Un
alemán que pasea al perro me indica que las mejores vistas y fotos están
siguiendo una senda. Alejándome un poco, me sorprende un puente de lava batido
incesantemente por el oleaje. Más allá quedarían las salinas.
Me
planteo recorrer el paseo ecológico que traza una cinta sobre el borde de los
acantilados. El sendero litoral de Las Puntas une Punta Grande con La Maceta
con un camino de bandas de madera que reivindica la belleza de las formaciones
de lava que se precipitan sobre el mar, los islotes que asoman su cuello por
encima del agua y campos de piedra negra adornada por las plantas que se han
adaptado a la salinidad, a la hemorragia de sol, a unas condiciones difíciles.
La
vista se despeña sobre el ajetreo del agua, sobre entrantes y cabos, sobre las
obras de la naturaleza y el hombre, sobre los extremos del golfo, sobre muretes
de piedras irregulares que decoran terrenos aparentemente estériles. La
variedad de formas entretiene el andar pausado para no perderse nada. Se puede
parar en las estaciones que son los miradores alojados a lo largo de dos kilómetros
y medio. Escucho el canto de los pájaros que sale del verdor de una finca
resguardada por las ramas o privada de publicidad por voluntad propia.
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