César
Manrique fue generoso con su tierra y dejó su huella en cada una de las islas del
archipiélago. La personalidad canaria se hace más cercana al observar sus
obras.
Siempre
buscó emplazamientos especiales y los trató con cariño. El resultado es siempre
un lugar imprescindible.
Somos
pocos a esa hora de la mañana en que aún no han abierto. El edificio, con su
poderosa chimenea, está rodeado por un jardincillo con plantas autóctonas.
Moverse en ese ambiente es relajante.
El
mirador se asoma sobre la extensa llanura de El Golfo, el corazón agrícola de
la isla. Dicen que allí hubo una enorme caldera que un cataclismo partió en
dos, como si tierra y agua tuvieran que repartirse como buenos hermanos la
montaña de centro convexo formada por las ansias de conocer mundo del magma del
centro de la tierra. La ola que provocó la fractura alcanzó más de cien metros
y quizá viajó hasta tierras del Nuevo Mundo, como un precedente de posteriores
viajes. Lo que contemplo es la parte del cráter que no se hundió, amplia, arqueada,
terminada en un cabo que apunta hacia la derecha.
El
tiempo no acompaña demasiado y su verdor habitual se cubre de tonalidades
grises por la influencia de las nubes que han topado contra los riscos y que
impiden ver la parte superior.
Llegan
los rumores del oleaje combinados con una franja blanca en contraste con el
color negro de la costa, bastante recortada.
Dos
carreteras recorren la extensión. Una, casi paralela al mar. La otra cicatriz
se inclina hacia la izquierda, hacia Frontera. Los cuadrados y rectángulos de
los invernaderos ocupan un lugar preferente.
Se
divisa el campanario exento sobre una loma de lava de la iglesia de la virgen
de la Candelaria. Por allí está también Tigaday, famosa por sus carneros que
animan las fiestas de carnaval.
Más a
la derecha, unos islotes llaman mi atención. Son los roques de Salmor. Son algo
más que dos enormes piedras cercanas a la costa: desafían la fuerza del mar.
Este era el hábitat natural del lagarto gigante.
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