La
vertiente sur de la isla la recorren dos carreteras casi paralelas. La primera,
más al sur, está bien asfaltada y conduce hacia El Julán y la zona más mágica e
inaccesible de El hierro. Descender por esos caminos hacia el mar es cosa de
todo-terreno o senderistas concienciados. Allí me quedé encallado hace años.
Quizá por ello opté en esta ocasión por el desvío de El Tomillar, por la senda
forestal y las curvas ascendentes que conducían hacia Malpaso y la Cruz de los
Reyes.
Releyendo
el capítulo dedicado a El Hierro en Guía
de la España mágica, de Juan G. Atienza, me convenzo de que mi intento de
alcanzar los petroglifos de El Julán fue una completa insensatez.
Probablemente,
apunté las referencias que se consignaban en el itinerario El salvaje que sabía escribir (Barranco de la Candia, Tamaduste,
Tejeleite, Mirador de Jinama, Punta Restinga y laderas del Julán) y obvié las
dificultades para observar esos signos misteriosos que quizá descifraran parte
del pasado remoto de esta isla y de sus pobladores originarios, los bimbaches.
Siguiendo
unas instrucciones más o menos difusas, me introduje por los senderos de tierra
que surcaban la montaña y el bosque, me aventuré cuesta abajo y cuando quise
remontar el coche se quedó clavado en un arenal. Luché de todas las formas que
se me ocurrían, pero fue imposible. Era domingo y salí al encuentro de alguien
que me ayudara. Unos cazadores con pértigas, padre e hijo, se sorprendieron de
que alguien se hubiera metido en una zona inaccesible. Sacaron una larga cuerda
que ataron a su todoterreno y probaron con la potencia de su vehículo. La
cuerda se rompió innumerables veces. Con lo que quedaba, volvían a intentarlo
una y otra vez, con idéntico resultado. Yo era un cero a la izquierda, el
señorito de ciudad que lo desconocía todo del campo y que sudaba profusamente
ante el problema que se le venía encima. Cuando la cuerda era poco más que un
cabo que unía los parachoques, el coche salió. Pero había invertido demasiado
tiempo y perdí el avión para Tenerife.
Fotografía de Elhierro.travel.
Le
pedí a un taxista que me llevara desde el aeropuerto al mejor hotel de
Valverde. Me condujo al único que había. La habitación era casi monacal, sin
ningún lujo. Valverde estaba sumido en una niebla densa. En la calle no había
un alma. A la mañana siguiente, me despedí de la isla con aquella anécdota en
el bolsillo y unas hermosas sensaciones. Creí que no volvería nunca.
En
aquel tiempo no había tantas señales y las sendas no estaban identificadas.
Ahora han construido un centro de interpretación. El desplazamiento implica
hora y media de caminar. El destino es el Tagoror, el lugar sagrado donde se
reunían los nobles en consejo. Había un altar para los ritos divinos. Otra
curiosidad era un conchero, quizá la acumulación de exvotos como sacrificios u
ofrendas a un dios marino. Pero todo ello quedará para otra ocasión.
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