Ptolomeo
trazó el Meridiano Cero de su atlas sobre punta Orchilla. Más allá, no existía
nada, sólo el vacío. El Hierro era el fin del mundo y su extremo occidental la
finalización de la finalización. En tiempos de los viajes del Descubrimiento
era "La Intocada", el último punto al oeste.
El Grado
Cero se mantuvo hasta el siglo XIX, cuando los ingleses decidieron que pasara
por Greenwich y lo desplazaron hasta su territorio. Aún no tiene la solera de
este lugar extremo. Un monumento al Meridiano Cero recuerda los servicios
prestados.
A unos
centenares de metros se encuentra el faro del fin del mundo. Más allá, el
océano, al que se calificaba de tenebroso, misterioso o incógnito, entre una
gran variedad de calificativos, todos ellos explicativos de que quien se
adentraba en él sabía lo que le esperaba. Nada bueno, salvo aventuras. Y, con
el tiempo, riquezas.
Mi
mente aún lo recuerda, a pesar de no haber encontrado aquellas fotos realizadas
con una cámara desechable porque me olvidé la mía. La linterna del extremo
occidental del mundo conocido distribuye a un extremo, el mundo; al otro, las
leyendas.
Lo
recordaba aislado pero desde la carretera y el inicio del camino de tierra que
baja hasta él se divisa a su guardaespaldas, el lomo de un volcán extinguido,
la boca de su cráter aún abierta.
Orgulloso,
era la avanzada de la civilización, referencia para navegantes, luz de
esperanza.
Me lo
tomo con paciencia entre pequeños baches y mucho polvo. Oteo el mar, que da
frescura al malpaís yermo.
Hace
años que el faro no está habitado y que está controlado automáticamente. Vivir
aquí debía ser duro. Ya es duro llegar, con lo que la estancia se antoja casi
heroica.
Rodeo
las instalaciones, el mar se ofrece, hacia el meridiano diviso una persona en
los acantilados, como un mariscador, puede que un pescador excesivamente
valiente. Renuncio al muelle de Orchilla.
Por
cierto, la orchilla era un colorante natural muy apreciado en la isla.
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