Llegamos a Mazara del Vallo a
esa hora de la tarde en que el calor se había calmado y era aguantable.
Buscamos el hotel en las afueras, en una zona que combinaba casas y talleres.
Su ambiente era agradable. Nos dimos una buena ducha y descansamos un rato. La
acumulación del cansancio se hacía notar.
El hotel D’Angelo Palace estaba
al otro lado del río Mazara, respecto al casco antiguo. La desembocadura estaba
repleta de barcos de pesca de pequeño tamaño. Por algo Mazara es el mayor
puerto de pesca de Italia. Esta circunstancia fue apreciada desde antiguo por
los fenicios, que fueron sus fundadores, griegos, cartagineses, romanos,
bizantinos y godos. Los árabes que desembarcaron en sus costas en el siglo IX
la convirtieron en un importante centro de estudios islámicos, según leímos. La
conquista normanda dejó un rosario de iglesias y una impresionante catedral.
Los comentarios sobre la ciudad
apuntaban a su carácter norteafricano, tanto en su tejido urbano como en sus
gentes. La parte antigua, a la que denominaban la Casbah, era un laberinto de
calles estrechas y retorcidas que atravesamos varias veces en busca de
aparcamiento, una misión terrible e imposible. Durante más de media hora
tuvimos que disfrutar forzosamente de esas calles y las adyacentes, hasta que
un milagro propició que pudiéramos deshacernos del coche. Estábamos un poco
cabreados.
Salimos al paseo marítimo, la
vía Lungomare Mazzini. Se respiraba amplitud, que se mezclaba con la alegría
estival de montones de veraneantes que habían salido a cenar en familia. Los
restaurantes, con amplias terrazas, estaban atestados y el ajetreo de camareros
estresados era total. Carlos localizó una mesa perdida entre la multitud, nos
sentamos y pedimos dos cervezas heladas.
Con las bebidas nos relajamos y
mientras preparaban los platos de pescado, excelentes, observamos a la gente.
Casi no hablamos hasta completar la inspección. Estábamos rodeados de familias
numerosas: abuelos, padres, hermanos, niños vivarachos... todo el mundo
hablando a gritos y tapando la música que era de las primeras ediciones del
Festival de San Remo, de grato recuerdo. Algunas parejas de enamorados eran
inmunes al estruendo y se entregaban a gozar de l’amore. Era una estampa que nos retrotraía a décadas atrás. Esa
alegre nostalgia era la que nos encandilaba.
No podíamos marcharnos sin un
paseo por los restos del castillo normando, los muros de la catedral y las
iglesias de San Nicolo Regale o Sant Ignazio. Las calles estaban poco
iluminadas, lo que facilitaba que se apreciaron poco los estragos del tiempo en
los muros.
Quien vaya a Mazara con más
tiempo no debe dejar de visitar el museo del Sátiro, que guarda una escultura
en bronce del período helenístico de un sátiro danzante que fue sacado del mar
por unos pescadores y que es el orgullo del pueblo. Primero encontraron en las
redes una pierna. El resto lo sacaron un año después, en 1998. La restauración
duró hasta 2003 y los lugareños temieron que su tesoro se lo quedaran en Roma.
Lucharon porque no fuera así.
En ese paseo confirmamos el dato
sobre la población magrebí que trabajaba principalmente en la flota pesquera.
Un acierto haber elegido Mazara
para cenar y dormir. Quizá habría que haberle hecho más caso.
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