Carlos llevaba todo el viaje con
ganas de probar la playa y darse un baño y yo no me negaba a ese planteamiento.
Menos aún después de la tremenda sudada que nos había legado la visita a
Agrigento.
A unos 18 kilómetros se
encontraba una playa singular por los acantilados blancos que la abrigaban. Era
la Scala dei Turchi, la Escalera de los Turcos. Pocos minutos después
alcanzamos el desvío hacia Realmonte y hacia la playa que había sido declarada
Patrimonio de la Humanidad. Según leímos, era uno de los lugares favoritos del
comisario Montalvano, el personaje de Andrea Camilleri.
Era domingo, con lo que la
afluencia de gente era extraordinaria. La carretera que discurría por la parte
alta del monte estaba atestada de vehículos aparcados como dios les dio a
entender, o sea, a la siciliana. Reconozco que hubo un momento en que hubiera
desistido, aunque en ese momento se hizo el milagro de un hueco. Jamás hubiera
aparcado mi propio vehículo en semejantes circunstancias, pero nuestra
camioneta nos servía con estoicismo. Con agilidad y habilidad logramos ponernos
los bañadores en el interior.
La primera visión era
incompleta. El matorral se extendía hacia abajo sin intuir los acantilados de
algodón escalonado. Entre ellos y el mar una cinta de arena era el lugar
elegido para plantar la sombrilla o la toalla. Había poca gente bañándose. El
color del mar se oscurecía hacia el horizonte. El oleaje era mínimo.
El nombre del lugar parece que
procede de los piratas sarracenos, a los que se denominaba genéricamente como
turcos, que fondeaban en estas calas para sus incursiones de pillaje en las
costas sicilianas. La piedra marga, sedimentaria y calcárea, facilitaba el
ascenso con esos escalones que brillaban con intensidad bajo el sol de
justicia.
Buscamos el acceso a la playa y
descendimos con ilusión. Llevamos cuidado con la arena porque quemaba con
primor. Antes de darnos un baño nos acercamos a la montaña blanca. La
peregrinación por su loma era constante. Los visitantes exhibían las últimas
tendencias en ropa de baño y pudimos admirar la belleza de la mujer italiana,
siciliana o de más al norte del país.
Me pareció que no eran muy
conscientes del daño que pudiera causar el trasiego constante de personas por
esa superficie que juzgué frágil. En algunas zonas el blanco se había difuminado
y aparecía un tibio color arcilla. Aunque, si no había prohibición alguna, era
lógico que la gente se subiera por todos lados, buscara la sombra en un
recoveco de la roca o buscara el emplazamiento perfecto para la foto que
causara la más duradera de las envidias.
Al cruzar al otro lado de esa
primera entrada en el mar pudimos contemplar un acantilado más recto, sin
concesiones, también blanco y con el premio de una pequeña cala, estrecha y
menos poblada. Podríamos haber continuado, pero nos hubiéramos cargado el baño.
Y nuestro cuerpo reclamaba refrescarse. Eso hicimos.
No nos hubiera importado
disfrutar una de aquellas casas de veraneo junto al acantilado.
Como el chiringuito playero
estaba abarrotado optamos por comer en Realmonte, tranquilo y tradicional, casi
apagado a la hora de la siesta.
0 comments:
Publicar un comentario