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Sicilia: Sueños de una isla invadida 64. Scala dei Turchi



Carlos llevaba todo el viaje con ganas de probar la playa y darse un baño y yo no me negaba a ese planteamiento. Menos aún después de la tremenda sudada que nos había legado la visita a Agrigento.
A unos 18 kilómetros se encontraba una playa singular por los acantilados blancos que la abrigaban. Era la Scala dei Turchi, la Escalera de los Turcos. Pocos minutos después alcanzamos el desvío hacia Realmonte y hacia la playa que había sido declarada Patrimonio de la Humanidad. Según leímos, era uno de los lugares favoritos del comisario Montalvano, el personaje de Andrea Camilleri.


Era domingo, con lo que la afluencia de gente era extraordinaria. La carretera que discurría por la parte alta del monte estaba atestada de vehículos aparcados como dios les dio a entender, o sea, a la siciliana. Reconozco que hubo un momento en que hubiera desistido, aunque en ese momento se hizo el milagro de un hueco. Jamás hubiera aparcado mi propio vehículo en semejantes circunstancias, pero nuestra camioneta nos servía con estoicismo. Con agilidad y habilidad logramos ponernos los bañadores en el interior.


La primera visión era incompleta. El matorral se extendía hacia abajo sin intuir los acantilados de algodón escalonado. Entre ellos y el mar una cinta de arena era el lugar elegido para plantar la sombrilla o la toalla. Había poca gente bañándose. El color del mar se oscurecía hacia el horizonte. El oleaje era mínimo.
El nombre del lugar parece que procede de los piratas sarracenos, a los que se denominaba genéricamente como turcos, que fondeaban en estas calas para sus incursiones de pillaje en las costas sicilianas. La piedra marga, sedimentaria y calcárea, facilitaba el ascenso con esos escalones que brillaban con intensidad bajo el sol de justicia.
Buscamos el acceso a la playa y descendimos con ilusión. Llevamos cuidado con la arena porque quemaba con primor. Antes de darnos un baño nos acercamos a la montaña blanca. La peregrinación por su loma era constante. Los visitantes exhibían las últimas tendencias en ropa de baño y pudimos admirar la belleza de la mujer italiana, siciliana o de más al norte del país.


Me pareció que no eran muy conscientes del daño que pudiera causar el trasiego constante de personas por esa superficie que juzgué frágil. En algunas zonas el blanco se había difuminado y aparecía un tibio color arcilla. Aunque, si no había prohibición alguna, era lógico que la gente se subiera por todos lados, buscara la sombra en un recoveco de la roca o buscara el emplazamiento perfecto para la foto que causara la más duradera de las envidias.


Al cruzar al otro lado de esa primera entrada en el mar pudimos contemplar un acantilado más recto, sin concesiones, también blanco y con el premio de una pequeña cala, estrecha y menos poblada. Podríamos haber continuado, pero nos hubiéramos cargado el baño. Y nuestro cuerpo reclamaba refrescarse. Eso hicimos.
No nos hubiera importado disfrutar una de aquellas casas de veraneo junto al acantilado.
Como el chiringuito playero estaba abarrotado optamos por comer en Realmonte, tranquilo y tradicional, casi apagado a la hora de la siesta.

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