Los dioses griegos eran
pasionales. Siempre tuvieron favoritos entre los humanos, algunos descendientes
de las divinidades, los héroes, que pueblan sus mitos y leyendas, su
literatura. Excepto por su inmortalidad, eran muy parecidos en su
comportamiento a los humanos. Mal ejemplo para éstos. Por eso, dieron tanto
juego en las tragedias y los poemas épicos, como la Iliada o la Odisea del
poeta griego por excelencia, Homero. En ese colectivo destacaron algunos dioses
de armas tomar.
Aunque la mujer en Grecia tuvo
un papel secundario en la vida diaria, se respetó con solemnidad a diosas y
sacerdotisas, que sí tuvieron una especial influencia y un papel capital en el
mundo griego.
Una de esas diosas de vital
importancia fue Deméter, la diosa de la fertilidad y la agricultura, que
mantuvo una singular vinculación con Enna. Porque en esta población, a unos
metros de su potente Castello di Lombardia se encontraban los vestigios de un
templo o santuario a la misma: la Rocca di Cerere. Ceres era la versión romana
de Deméter.
Era mediodía, llevábamos una
buena dosis de kilómetros, el sol lucía y arañaba en la piel, quizá porque nos
encontrábamos a casi mil metros de altitud sobre el nivel del mar, lo que
debiera haber supuesto un clima más suave. Quizá hiciera menos calor que en
otros lugares pero nuestro cuerpo estaba acalorado. Por eso tuve que ejercer el
engaño sobre Carlos para que diera un pequeño margen al apetito y nos
acercáramos al lugar. Desde luego, el "trato diabólico", como
denominaba la Lonely Planet al pacto entre Deméter y el rey Triptólemo tenía
más enjundia que las ruinas del templo. Desde que lo erigiera el tirano Gelón
en el 480 a.C. había sufrido demasiado.
Cuando a una madre se le
arrebata una hija, por muy diosa que sea, su cólera y su decisión son capaces
de cualquier cosa, como dejar al mundo sin frutos. En un mundo agrícola como
era el de la antigüedad griega, eso suponía muerte y destrucción. Y Deméter
estaba dispuesta a ello si no le devolvían a su hija Perséfone.
El culpable de la desaparición
fue Hades, el dios del infierno, que se enamoró de Perséfone y pidió su mano a
Zeus, el patriarca de los dioses griegos. Le dieron calabazas y lejos de
renunciar se tomó la justicia por su mano y acudió a la vía de hecho: raptó a
Perséfone en el cercano lago di Pergusa (en donde parecía haberse refugiado
toda la población de la ciudad), la violó y la trasladó al inframundo.
Testigo de esa canallada fue
Triptómero, quien se lo contó a la desconsolada y decidida madre, Deméter. Como
recompensa, le otorgó los secretos de la agricultura, lo que explicaría los
fértiles campos de la ondulada zona.
Deméter acudió a Zeus y amenazó
con una hambruna eterna si no le devolvían a su hija. De mala gana accedió y
designó a Hermes para que la escoltara de regreso a la tierra. Pero Hades aún
probó una treta. Como Perséfone no había comido nada en su cautiverio, le pidió
a Hades que le diera algo para el camino. Le entregó una granada y Perséfone
comió seis granos. Hades se debió creer con derecho a alguna reivindicación por
ese acto y pidió el regreso de la cautiva. Zeus medió en el conflicto y decidió
que Perséfone pasara seis meses en el infierno y seis en la tierra. Su estancia
en el inframundo marcaría el invierno y, su regreso, la primavera, la floración
y los cultivos.
El relato terminó por abrirnos
el hambre.
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