Este barroco me había cautivado
por lo que decidí levantarme una hora antes, tomar la cámara y explorar la
ciudad poco después del amanecer y antes del desayuno. Carlos se quedó
descansando.
Por supuesto, las calles estaban
vacías. Las terrazas estaban recogidas, los bares y restaurantes cerrados, lo
mismo que las tiendas, y sólo un puñado de madrugadores, que nos saludábamos
como si tuviéramos conciencia de clase, caminábamos aprovechando la buena
temperatura.
Bajé un poco por corso 25 de Abril hasta un jardín que
guardaba tres iglesias de diferentes épocas: San Domenico, San Giacomo y la de
los Capuchinos. Observé el antiguo portal de la destruida iglesia de San Jorge,
que lanceaba al dragón.
Aunque se descubrió un pequeño
yacimiento de petróleo en 1838, que aun se explotaba, la economía de la zona
dependía de la agricultura. El turismo y los servicios habían tomado fuerza. Me
asomé desde uno de los miradores suspendidos sobre el barranco de Cava San
Leonardo y admiré el campo.
Me dejé llevar con el ánimo de
que fuera la intuición la que trabajara. Me perdí por las callejuelas pero al
final salí ante la catedral de San Jorge y la rodeé. Estaba aún cerrada.
Los portones y las
contraventanas permanecían también cerradas, como queriendo retener los
secretos de los habitantes de esos hermosos palacios. Me recordaron a la
primera escena de Los Virreyes,
cuando un calesín desemboca frente a la portada del palacio del príncipe y se
genera un enorme revuelo entre los criados y los comerciantes de la zona por la
noticia de la muerte de la princesa. Esa muerte obligaba al luto de la casa
cerrada.
Observando la fachada me imaginé
a esa tropa de criados: el mayordomo dando órdenes, los cocheros, la lavandera,
la cocinera, los subalternos, los dedicados a la casa y a los establos.
También, el otro mundo de los señores ricamente vestidos, ajenos a los
problemas sencillos de los servidores, un grupo social que se fue agostando en
esas jaulas barrocas.
Una clase moría, la de los
aristócratas a la vieja usanza, lentos, indulgentes y conservadores, como diría
Dacia Maraini, para dar paso a otra que tampoco solucionaría los problemas de
la clase baja. Quizá cambiaban los protagonistas pero no las formas de
sometimiento, quizá algunos alcanzaban el estrato superior y otros bajaban pero
las diferencias entre clases seguirían siendo inmensas. Al menos las clases
medias habían mejorado su estatus.
Continué hacia Ragusa superior,
que se iba adivinando entre los rincones. Por via San Stefano, hacia abajo, se llegaba a la Iglesia de las Almas
del Purgatorio, hermoso y misterioso nombre. Y, continuando, hasta el valle de
los puentes, los cuatro puentes que unían ambos sectores que hasta 1925 fueron
dos ciudades distintas.
Las cuestas me acobardaron. Y el
tiempo, porque el tiempo me hizo regresar para compartir el desayuno con
Carlos, que ya se había levantado y esperaba para compartir los alimentos. A él
le quedó el consuelo de mis fotos y mis explicaciones.
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