No recuerdo concretamente por
qué elegimos Ragusa como destino para pasar la noche. Quizá fue porque estaba
en el lugar más adecuado en nuestro itinerario. Quizá porque me encantaban esas
ciudades encaramadas en las montañas. Quizá por el recuerdo de la reseña que
leí en un folleto que me entregaron en mi primer viaje:
Ragusa
está justo en el corazón de la "tierra del carrubo (ceratonia siliqua, el algarrobo), del olivo y de la
miel" que Gesualdo Bufalino cuenta admirablemente, descubriendo con
dulzura, ante nuestros ojos, escenarios silenciosos y tranquilos, la llanura
uniforme rota por las claras geometrías de bajos muretes que dibujan laberintos
inexistentes. Se extiende blanca y gris sobre un largo y estrecho espolón de
roca encerrado entre dos profundos valles abruptos. Una tercera hondura, casi
un istmo, separa los dos núcleos de la ciudad: Ibla, al este, la parte más
antigua, con accidentada y pintoresca planimetría, rica de estupendos edificios
barrocos, Ragusa superior, al oeste, con un aspecto moderno, que se extiende
hacia el sur, resaltando la cantera de Santa Domenica con tres atrevidos
puentes.
Las ciudades cambian con los
momentos del día. Las luces con las que evoluciona el aspecto de su piel rizada
de edificios las modifican y los sentidos del viajero deben estar atentos para
captar esa evolución. En cuanto a Ragusa, todo momento es bueno, como esas
mujeres que están guapas siempre.
Alcanzamos la ciudad con las
últimas luces de la tarde, la luz cansada, horizontal, recluyéndose tras los
montes. Una luz que suavizaba sus rasgos, que uniformaba el color de las casas
bajas que marcaban formas geométricas con sus tejados y paredes. Por encima de
ellas sobresalían las iglesias, abundantísimas.
Desde lejos era una estructura
compacta formando dos poderosos senos de mujer. Tenía algo de animal mítico, de
reptil de épocas ancestrales. La carretera nos la fue acercando.
El hotel estaba muy bien situado
en Ragusa Ibla, cerca de la calle con bulevar que ascendía hasta la catedral de
San Jorge. La curiosidad es que la ciudad contaba con otra catedral, la de San
Juan Bautista, en Ragusa superior. El hotel era acogedor y disfrutaba de un
patio donde era muy agradable dejar pasar las horas en las tardes de verano.
Las calles estaban repletas de
gente. La somnolienta ciudad de provincias gozaba los domingos (era viernes por
la noche) del paseo por el corso
"con la ambición de tener la solución para todo". Los lugareños
disfrutaban con la animación que daban los visitantes. Nos unimos a ese grupo y
nos entregamos al ritual del paseo con las primeras sombras y la irrupción de
la luz eléctrica.
Tras un primer recorrido,
buscamos dónde cenar y encontramos un restaurante con un emparrado que era toda
una declaración de autenticidad. Sólo faltaba la Mamma para que nos deleitara con sus platos. Allí nos sentamos y
nos entregamos a la observación de los paseantes.
Un segundo paseo nos llevó por
otras calles más escondidas pero no menos repletas de palacios e iglesias, con
pocos paseantes y menos tráfico. Acabamos tomando una copa casi enfrente del
restaurante y nos pusimos a buscar soluciones al mundo, como los lugareños,
hasta que cerraron el bar.
Ragusa era la capital de la
provincia del mismo nombre y contaba con unos setenta mil habitantes. Era una
de las ciudades de Val di Noto, protegida por la Unesco, y que sufrió el
terrible terremoto de 1693. Aunque se construyó una nueva ciudad, Ragusa
superior, no se abandonó la dañada ya que los nobles aristócratas no estaban
dispuestos a abandonar sus palacios. Así que decidieron reconstruirlos con el
barroco tardío que caracterizaba la zona.
0 comments:
Publicar un comentario