Aunque la institución del
mayorazgo (que implicaba que heredaba todo el hijo mayor varón) se abolió con
la Constitución de 1812 (sólo era posible implantarla con autorización del
rey), y se abría la posibilidad para que heredaran todos los hijos, era
habitual que en la práctica quedara todo el patrimonio para uno solo de ellos.
Así, la brecha que se abría entre el que heredaba, que gozaría de riqueza, y
los que se quedaban a dos velas, los segundones, condenados casi en la miseria,
era inmensa. Incluso, la tradición marcaba que sólo uno de los hijos se casara
para mantener una única vía directa de sucesión. Ya que a las hijas que se
casaban había que dotarlas, la dote se interpretaba como los bienes que se
sustraían al heredero.
Esto implicaría envidias y
golpes bajos, que las familias fueran mal avenidas, que se intentara atraer al
testador con malas artes para obtener parte del botín de la herencia. Incluso
las criadas se aliaban con un componente de la familia al que cuidaban
especialmente. Se convertían en sus pequeños consejeros, en los que les animaban
para obtener alguna ventaja, ya que su sueldo solía ser escaso.
Dejar soltera a una de las hijas
era habitual: era la destinada a cuidar a los padres en su vejez. La solterona
vería frustrados todos sus esfuerzos por encontrar la felicidad con el hombre
al que amaba. Por supuesto, los matrimonios eran de conveniencia y los pactaban
los padres. Pobre de quien no asumiera la decisión y la autoridad del cabeza de
familia.
Lo que me resultó curioso y
gracioso fue la institución de los pelotilleros.
Vendría a ser la corte de aduladores y chupópteros que acompañaban al noble, le
daban conversación, le adulaban e incluso servían como criados cualificados o
conseguidores. Comían de gorra en la casa, eran fijos en las fiestas y
procuraban pillar lo que fuera para sobrevivir sin tener que hincar el lomo.
Porque muchos de ellos pertenecían a la pequeña nobleza, a los segundones, a
los desposeídos por el sistema de herencia.
De Roberto nos muestra en dos
fragmentos la admiración que el pueblo sentía por la alta nobleza derrochadora,
juerguista y pendenciera, quizá porque era la aspiración del pueblo llano:
Pero el
prestigio que tenían aquellos nombres era tan grande que muy pocos osaban
quejarse y la mayor parte se consideraban honrados por competir con tales
señores, los admiraban y hablaban de ellos con el máximo respeto. Durante los
carnavales el disfraz preferido de los bolsillos y de los mozos de cuerda era
el de Barón…
…¿Sin
esos nobles, que hubieran hecho los obreros? Sus lujos, sus placeres, sus
mismas locuras eran otras tantas ocasiones para que la gente del pueblo
trabajara y se ganara algo. Y el joven príncipe derrochaba reciamente, como si
tuviera un agujero en las manos
No se atisba en sus palabras una crítica en la
línea de la lucha de clases, a pesar de que eran los que sometían al pueblo,
sus tiranos. Los enjuiciaban con benevolencia e interpretaban sus
extravagancias de la misma forma que nosotros hoy lo hacemos con los artistas,
los jugadores de fútbol o los miembros de la farándula que alimentan las páginas
de las revistas del corazón. Cambian algo los rasgos de los protagonistas, pero
el derroche y el lujo siguen siendo un imán para la gente común.
Es evidente que las rentas que
obtenían volvían al circuito económico en forma de préstamos o de gasto. Sin un
sistema bancario maduro los prestamistas eran los nobles y la Iglesia. Y el
lujo lo mantenían los que tenían dinero en abundancia para derrochar:
Ahora,
después de diez años de libertad, nadie sabía cómo seguir viviendo. Habían
prometido un reino de justicia y moralidad, y los favoritismos, las chapuzas y
las estafas seguían siendo igual que antes. ¡Los poderosos y déspotas de
siempre seguían, sin embargo, en sus puestos! ¿Quién marcaba el compás bajo el
antiguo gobierno? Los Uzeda, los ricos y los nobles de su categoría, con sus
respectivos clientes: ¡los mismos que lo llevaban ahora!
Dacia Maraini ilustra el
despilfarro de la nobleza contando una ceremonia de consagración que dura diez
días de festejos, limosnas, misas, comidas y cenas suntuosas. Para el ingreso
en el convento de una hija de la familia protagonista había gastado el padre
“más de 10.000 escudos entre dote, alimentos, bebidas y cirios. Una fiesta que
en la ciudad todos recuerdan por su fasto”. Eso provoca un mando del Virrey
“para reconvenir a los señores barones que gastan demasiado y se cargan de
deudas, prohibiendo el abuso de festejos monacales que duren más de dos días.
Cosa que, naturalmente, en Palermo nadie ha tenido en cuenta”.
Esa instrucción para evitar el
derroche de los nobles adinerados (o con crédito) provoca una reacción muy
negativa al considerarlo un entrometimiento inadmisible para un estamento que
se considera por encima de todo y cuya obligación (o casi) es dilapidar el
dinero:
La
grandeza de los nobles consiste en despreciar las cuentas, las que sean. Un
gentilhombre no hace cálculos jamás, ni siquiera conoce la aritmética. Para eso
están los administradores, los mayordomos, los secretarios, los siervos. Un
gentilhombre no compra ni vende. A lo sumo ofrece lo mejor que hay en el
mercado a quién juzga digno de su generosidad… Dado que todo cuanto crece y se
multiplica en la bellísima tierra de Sicilia le pertenece por nacimiento, por
sangre, por gracia divina, ¿qué sentido tiene calcular provechos y pérdidas?
Asuntos de comerciantes y burguesillos.
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