Desde Siracusa nos alejamos de
la costa introduciéndonos hacia el interior de la isla, hacia un paisaje
rústico, sobrio, montañoso en ocasiones, otras, ondulado y consagrado a la
agricultura, como lo había sido durante siglos.
El navegador se emperró en
conducirnos por carreteras secundarias plagadas de curvas y ausentes de coches.
Tampoco es que abundara la gente, que parecía haber huido ante nuestro
amenazador avance. Porque estas gentes habían sufrido las invasiones de
griegos, cartagineses, romanos, bárbaros, bizantinos, árabes, normandos,
españoles y, más recientemente, las tropas americanas que les liberaron.
De lo que no se habían liberado
era de la pobreza y las diferencias sociales. No es de extrañar que bastantes
escritores sicilianos optaran por posiciones de izquierdas bastante
beligerantes. Los terratenientes y los señoritos del siglo XIX habían sido
sustituidos por otros elementos dominadores que se apoyaban en la política, en
las elecciones y la legitimación democrática para oprimir al campesino y al
proletario. Quizá por ello esas gentes oprimidas prefirieron quedarse en el
anonimato de sus casas de labranza, de sus granjas o de sus graneros. O
emigraron entre finales del XIX y el XX hacia destinos en donde se intuyera la
esperanza.
La tierra estuvo dividida en
grandes feudos que dominaban los nobles y que eran transmitidos en virtud del
mayorazgo al primogénito varón. Con esa institución se evitaba el
fraccionamiento, aunque dejaba a los segundones en situación precaria. Por
testamento podían legar a esos hijos algunas propiedades que les permitieran
una vida digna.
Dacia Maraini describe con
crudeza (en la mitad del siglo XVIII) la posición de los campesinos y me
pregunto hasta cuándo se prolongaron esas condiciones penosas. Es probable que
aún tuvieran vigencia cuando escribió sobre ellas en el último tercio del siglo
XX. El escaso y denigrante mobiliario, los olores desagradables, la pobreza
enquistada quedan reflejados en La larga
vida de Marianna Ucrìa:
Después,
poco a poco, acostumbrando los ojos a la negrura, en el fondo aparece sobre el
suelo una cama alta, rodeada por un espeso mosquitero; hay una palangana de
hierro, apoyada, una artesa de patas remendadas, un hornillo en el que arde la
leña que desprende un humo acre… Marianna no puede evitar un rictus ante el
asalto de esos olores vergonzantes: a estiércol, orina seca, a leche cuajada, a
carbonilla, a higos secos, a sopa de garbanzos. El humo le entra por los ojos,
por la boca, haciéndola toser.
Los animales se mezclaban con
las personas en un suelo de tierra apisonada. La mujer de la casa esperaba sus
regalos de la gran señora, que “se siente más ridícula, más obscena” con cada
regalo que entregaba. Cuando sale de la pobre casucha se ahoga, suda, busca el
aire limpio del exterior, “pero los olores que se estancan en la calleja no son
mucho mejores que los del interior de la casa: excrementos, hortalizas
podridas, aceite refrito, polvo”.
Las moscas se apoderaban de las
calles a las que se arrojaban los residuos que formaban asquerosos riachuelos.
También “se posan formando nubes sobre las caras de los chiquillos que se
sientan a jugar en los bordillos de la calle, y se les pegan a los párpados
cual si fueran exquisiteces para libar. Con esos racimos de insectos adheridos
a los ojos, los chicos terminan por parecer máscaras disparatadas y
monstruosas”.
Era costumbre que al haber un
cambio de señor, como por ejemplo a consecuencia de una herencia, el nuevo
dueño visitara sus feudos, asumiendo todas las incomodidades que suponía
desplazarse hacia el interior de la isla para “darse a conocer, hablar,
acondicionar las viejas casas de la familia, enterarse de los acontecimientos
que se han producido durante las largas ausencias ciudadanas, tratar de
provocar un poco de admiración, de simpatía o, por lo menos, de curiosidad”,
como reseña Dacia Maraini. La experiencia parecía igualmente desagradable para
señores y siervos, y resultaba más confusa por el hecho de que quien acude, en
el libro, no es el señor sino su madre, que es muda:
Ante
ella, muda, los aparceros y recaudadores sienten una aprehensión próxima al
miedo. La consideran una especie de santa, una que no pertenece a la raza
grandiosa de los señores, sino a la miserable, y, en cierto sentido, sagrada,
de los tullidos, enfermos y mutilados. Sienten piedad por ella, pero también
los irrita esa mirada curiosa y penetrante.
En esa visita le informan de que
hay un prisionero encadenado en la casa, en los sótanos. Lo está por deudas,
por insolvencia, ya que lleva sin pagar un año. La señora reacciona y acude a
verle. Se extraña por su situación: “¿por qué se endeudó con el recaudador?”,
pregunta. “No le alcanzó la cosecha”, le responden. “Si sabía que no podía
pagar más, ¿por qué pidió más?”, continúa. “No tenía qué comer”. “Cabeza de
burro”, escribe. “¿Cómo es que el recaudador come y el no?”
La respuesta se la ofrece el
cura que le acompaña y que viene determinada por el especial sistema de cesión
de las tierras:
El
recaudador alquila la tierra de vuecencia, duquesa, y se la da a colonizar al
aquí presente villano que la cultiva y se queda con la cuarta parte de la
cosecha; de esta cuarta parte debe darle al recaudador una cantidad de semillas
superior a la que el recaudador le adelantó, ha de pagar los derechos de
protección y, si la cosecha no es buena y hay que reparar un apero, tiene que
volver a pedirle al recaudador. Entonces llega el aparcero a caballo con su
escopeta y lo encarcela por insolvencia.
Ella decide soltarlo, como es su
prerrogativa por representar al dueño y señor de las tierras y sus personas,
una práctica que achacan a la especial relación con los españoles:
Desde los
tiempos de Felipe II los señores sicilianos, a cambio de su aquiescencia y de
la inactividad del Senado, han obtenido los derechos de un monarca en sus
tierras y pueden tomarse justicia por su mano.
Desde luego, esa tarde y todo el
día siguiente disfrutamos de mucho campo, de mucho espacio en esta gran isla.
Los pueblos se encaramaban a las peñas y los montes y se dejaban deslizar por
las pendientes creando un efecto muy bello. En lo alto, si era suficiente el
sitio, se arracimaban las casas para salir mejor en las fotos o simplemente
para estar fotogénicas, que nunca se sabe cuándo va a venir alguien a
apreciarlas.
La protagonista era la tierra.
La tierra era el granero. La impresión es que ese ámbito era duro para vivir.
No me margino un invierno entero en uno de esos pueblos. Y, trabajando.
Tremendo. Para el turista aportaban una estampa hermosa. Hermosa y sobria. Con
los campos verdes quizá causaran otra impresión.
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