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Sicilia: Sueños de una isla invadida 46. Siracusa VI. Museo Paolo Orsi.



Y una buena forma de conocer ese legado de forma sistemática era el Museo Arqueológico Regional Paolo Corsi, en el parque Villa Landolina.
Lo había visitado en 1996 fruto de un desmarque con unas compañeras de grupo que no estaban muy de acuerdo con el recorrido en la ciudad. El museo era imprescindible, aunque yo no sabía de su existencia en aquel entonces. Desde la iglesia de San Juan Evangelista, donde nos dejó el autobús, nos fuimos caminando.
El siglo XVIII vio nacer un conjunto de piezas sin clasificar que se encontraba en una sala del Seminario, un edificio anexo al Palacio Arzobispal en la Plaza de la Catedral. Su posterior enriquecimiento transformó la colección privada en colección de interés general. En el último tercio del siglo XIX se convirtió en museo nacional. Con el tiempo, su emplazamiento resultó insuficiente y fue trasladado a mediados del siglo XX a unas nuevas instalaciones que se construyeron a tal fin en el parque de Villa Landollina, rodeado de frondosos árboles y un pasado atractivo. Hipogeos, paganos y cristianos, el cementerio romántico, las tumbas de soldados ingleses que lucharon contra Napoleón, y de americanos que murieron en la expedición de 1834 a Túnez formaban el sustrato. Desgraciadamente, con el tiempo, el entorno fue devorado por el urbanismo salvaje y el museo quedó rodeado de casas sin ningún interés.
El Museo, de dos plantas, se organizaba en torno a un distribuidor central circular y tres sectores semihexagonales que agrupaban los tesoros de la Prehistoria (sector A), Siracusa (sector B) y resto de Sicilia (sector C). Entre medias del sector de Siracusa y la Prehistoria, estaban las salas de las colonias Calcidias y Megara.

Nos recibió el cuerpo perfecto de la Venus Anadiomene, una ninfa que abandonaba el mar para convertirse en deleite de los humanos. La cubrían levemente olas de mármol. La iluminación resaltaba el brillo de la piedra, las formas casi humanas, la timidez de su brazo izquierdo recogiendo los ropajes para hacer más atrayente a esta escultura de erotismo saludable. Era una caricia para la vista y el alma que irradiaba serenidad. Era la sabiduría y generosidad de los dioses. Las líneas sin mácula se definían contra el rojo de la pared.
La otra pieza imprescindible era un caballito de bronce color esmeralda que parecía trazado conforme a los cánones estilísticos de Picasso. Se elevaba sobre un pequeño pedestal transparente que acrecentaba su vanidad petrificada. Era la pieza más valiosa y el símbolo turístico de la ciudad. Procedía del cementerio de Fusco.
La colección se completaba con una gran variedad de cerámicas, esculturas y reproducciones a escala de templos, un despliegue bien organizado de fotos de las excavaciones con buenas explicaciones en un ambiente de luz tenue que ayudaba al silencio, el estudio y la reflexión. Era el lugar ideal para empaparse de ese ambiente de la polis, de nuestro pasado griego, de espíritu clásico.

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