Siracusa fue una ciudad próspera
y militarmente poderosa. Un elemento se sustentaba en otro. Además de la
victoria sobre Atenas, que ejemplifica el poderío de la misma, también derrotó
a los cartagineses en Imera (480 a.D.), con ayuda de Agrigento, y a los
etruscos en la batalla naval de Cuma (474 a.D.), comandados por Ierón (o
Hierón). Ese poder y esa prosperidad se tradujeron en cinco núcleos urbanos o
barrios en el periodo clásico: Acradina, Tyche, Epipoli, Ortigia y Neápolis.
Nuestro primer objetivo fue este último.
No fue fácil encontrar la
entrada y, menos aún, un lugar donde aparcar. El área arqueológica era inmensa.
La piedra clara reverberaba con la luz del sol y cegaba impenitentemente. El
mediodía no era el mejor momento para visitar el lugar.
Ierón II (270-215 a.D.) construyó
en el siglo III a. C., cuando aún dominaba Siracusa la zona oriental de la
isla, el mayor altar helenístico con una forma alargada de 193 metros por 23 metros
de ancho. Lo que el visitante podía contemplar era la base, ya que el resto fue
destruido en sucesivas etapas y fue utilizado por los españoles en el siglo XVI
para reforzar la muralla de Ortigia. Estuvo dedicado a Zeus Eleutheris o Zeus Olímpico
y formaba parte de un complejo religioso aun mayor, que se erigió en un lugar
tradicionalmente sagrado desde la época arcaica. Imaginemos el lugar con alguna
de aquellas ceremonias y sacrificios, con la pompa adecuada, con el despliegue
de los sacerdotes y mandatarios con sus mejores galas.
Este Ierón II encargó a
Arquímedes que comprobara si el oro que había entregado a un artesano había ido
íntegramente a la fabricación de una corona. El rey sospechaba que le había
engañado sustituyendo parte del oro por plata. Arquímedes debió empezar sus
meditaciones e investigaciones y comprobó que al meter la corona en una bañera
con agua subía el nivel. Para eso no era necesario ser Arquímedes, pero éste
midió el volumen de agua que rebosaba y se puso a hacer pruebas con la corona,
con un trozo de oro de igual peso que la misma y con otro de plata de ese mismo
peso, y se dio cuenta de que el volumen de agua desplazada no era igual entre
uno y otro trozo de metales preciosos. La alegría de su descubrimiento le
impulsó a salir a la calle en pelota picada y gritar eureka (en griego, lo descubrí). Lo que no dice la leyenda es si él
acabó en la cárcel por escándalo público y si el artesano pudo emigrar o se lo
cepillaron en medio de la plaza.
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