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Sicilia: Sueños de una isla invadida 37. Taormina IV.


Continuamos por corso Umberto con calma, admirando el conjunto, las tiendas, los personajes que vagaban en la tarde estival. La plaza de San Agustín o IX Aprile se abría hacia el mar en un sugerente mirador. En un extremo estaba la Chiesa di San Giuseppe, la iglesia de San José, barroca, con su doble escalera y su afilado campanario, y la torre del Reloj, del siglo XII, sobre cimientos greco romanos y varias veces reformada. El reloj era del siglo XX. En el otro extremo, otra iglesia. El conjunto era armónico, un regalo para la vista.


Nos entretuvimos en el mirador. Los primeros signos del atardecer se intuían, las sombras de la montaña se abalanzaban sobre el bosque que se derramaba hacia el mar, el horizonte estaba claro. Era un lugar relajante, incluso con toda aquella gente apostada en la baranda para hacerse fotos y no admirar nada. Algún autor había escrito que Taormina era hermosa a pesar de la acción del hombre y no le faltaba razón. Había que dejar que la ciudad se impusiera. Los puntitos blancos marcaban la posición de los barcos de recreo.


Continuamos hasta Porta Catania o del Tocco, del toque, por ser donde se celebraban reuniones públicas en la época normanda, según leímos. A unos pasos, otro de los palacios importantes, el de Santo Stefano. Ahora era la sede de la Fundación Mazzullo.

Más allá, el trazado no ofrecía aparentemente grandes atractivos por lo que regresamos sobre nuestros pasos hasta la plaza donde se alzaba la catedral del siglo XIII y reconstruida en los siglos XVI y XVII, con los españoles. Era de aspecto robusto. En una parte de la plaza de forma irregular había una hermosa fuente con caballos. Esa representación mitológica era el símbolo de la ciudad. Cerca, el palazzo Giurati con su fachada de rojo terroso y una bandera roja y amarilla que nos recordó a la nuestra.


La masificación de corso Umberto contrastaba con las calles paralelas y secundarias. Los callejones que ascendían hacia la montaña estaban cargados de encanto. Nos infiltramos por ellos y nos dejamos perder. No había nadie. Reinaba la paz. La gente no se atrevía a explorar estos rincones, sus pequeñas plazas misteriosas, sus palacios ocultos. Nos gustó.
Con más tiempo quizá nos hubiéramos aventurado a subir a Castelmola, una pequeña población en lo alto del monte Tauro, en otra terraza natural, un caserío abigarrado con buenas vistas. Algo más abajo estaba el antiguo castillo y el santuario de la Virgen de la Roca. Para ello habría que subir una empinada escalera y disponer de más fuerzas en las piernas. Lo desechamos.


Nos acercamos hasta el hotel San Doménico, un hotel de lujo que ocupaba un antiguo convento de 1430. Era la imagen de ese lujo que se acercaba a la isla y a Taormina buscando esa forma de gozar tan italiana. Aquí se alojaron Pirandello, Thomas Mann, Marlene Dietrich, Ingrid Bergman, Katherine Hepburn o el rey Eduardo de Inglaterra. Sólo para gente de posibles.


Aún nos quedaban bastantes kilómetros hasta Catania, pero hicimos una pequeña parada frente a Isola Bella. Cruzamos la carretera, bajamos a la playa y contemplamos el mar. Al otro lado se alzaba la montaña que casi invadía el agua. Aún había algunos bañistas. La sombra se hacía más densa.

Pasamos Giardini Naxos, donde estuvo la primera colonia griega, y con la compañía del mar y los acantilados fuimos devorando kilómetros.

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