Para
quienes no tengan la suerte (a veces es una combinación de tiempo y dinero,
simplemente) de poder pasar varias noches en Taormina, la primera y más
esencial visita es el teatro grecorromano. Quien decidiera su emplazamiento
habría que asegurarle gloria eterna por regalar a los espectadores esa combinación
de la costa y la montaña, del golfo de Schiso y el Etna. Carlos y yo nos
preguntábamos si cuando las tragedias que se representaban se volvían
especialmente pesadas los espectadores se consolarían con esas soberbias
vistas. Todo un reto para los autores teatrales.
Los
griegos crearon esa escenografía espectacular en combinación con la naturaleza
y, según la guía, los romanos se empeñaron en perturbarla con la alta escena y
la conversión del lugar para luchas de gladiadores, previo derribo del escenario
y el foso de la orquesta. Constanza de Aragón, en el siglo XII, construyó una
villa en la parte derecha. La destrucción hizo un buen trabajo y se cargó muchas
de esas modificaciones que casaban poco con su esencia original.
Pagamos
la entrada, caminamos sobre el semicírculo central, subimos por las gradas y
buscamos las mejores vistas. Sin duda, un excepcional mirador sobre la costa
hacia Mesina y hacia Catania. Aquellos arcos abiertos atrajeron nuestra vista,
que paseó sobre los lugares que habíamos visitado y que visitaríamos más tarde.
El mar abrigaba un azul oscuro y algo severo. Permanecía en calma y sobre él
destacaban las embarcaciones que estaban a merced de los elementos.
Después
de deambular por la parte alta de las gradas nos sentamos a disfrutar de esa
vista eterna. A la derecha, se desplegaba el pueblo medieval, el bosque que se
deslizaba por la pendiente hasta el mar. La sensación era de estar mucho más
altos. Evoqué mis escasos conocimientos de las tragedias griegas, de la
mitología, y de la historia antigua. Me imaginé como un ciudadano que asistía a
uno de aquellos espectáculos tan didácticos y ejemplificantes, los actores con
sus túnicas y sus máscaras, escenas de una sociedad desarrollada y culta.
Sobre
todo, evoqué la noche que asistí a una de las veladas de ballet del Festival de
Verano. Sacrifiqué la cena, tomé un bollo grasiento para engañar el apetito, bebí
una botella de agua que me costó una fortuna y permanecí un rato en la entrada
observando a los asistentes. Abundaban los trajes de noche para las mujeres y las
chaquetas con corbata en los hombres. El programa se titulaba Omaggio a Bejart, Homenaje a Bejart, el
conocido coreógrafo francés, interpretado por el teatro di Danza di Torino. Las
figuras principales eran Grazia Galante y André de la Roche, de origen
vietnamita y adopción americana. La entrada me costó 60.000 liras, unas 5400
pesetas ,34 euros, una fortuna en aquella época.
Por
supuesto, no recuerdo las piezas que interpretaron y que dejé consignadas en
mis notas: Light, basada en Vivaldi, Wanga, de Andreas Vollenweider, Diafragments, con fragmentos de Jean
Marie Onni, John Zorn y Benjamin Britten, Quartet,
basada en la música de Bach. Era una combinación clásica y de vanguardia. Fue
un momento mágico, vibrante. Lo que no olvidaré nunca fue la interpretación del
Bolero de Ravel por Grazia Galante al
final del espectáculo. Ella había sido la compañera sentimental de Jorge Donn,
un conocido bailarín argentino, según me informaron unas compañeras de viaje de
la misma nacionalidad y grandes aficionadas al ballet. Antes de morir, ella le
prometió que bailaría una única vez esa pieza en el teatro de Taormina. Yo fui
uno de los privilegiados que fue testigo de aquella ejecución tan especial
cargada de sentimientos, de pasión, de nostalgia por el amor perdido y de un
deseo sublime por conectar con su alma. El público estaba tan extasiado que
prolongó la ovación hasta que Grazia rompió su promesa y lo volvió a
interpretar.
Siempre
que escucho el Bolero de Ravel me
transporto a aquel lugar, a aquel momento. Aún se me eriza la piel al escribir
sobre ello más de dos décadas después.
-Tío,
debemos de movernos- dijo Carlos zarandeándome un poco y sacándome del
ensimismamiento. No fue hasta ese momento cuando volví a sentir el calor húmedo
sobre mi piel.
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