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Sicilia: Sueños de una isla invadida 35. Taormina II. Teatro griego.


Para quienes no tengan la suerte (a veces es una combinación de tiempo y dinero, simplemente) de poder pasar varias noches en Taormina, la primera y más esencial visita es el teatro grecorromano. Quien decidiera su emplazamiento habría que asegurarle gloria eterna por regalar a los espectadores esa combinación de la costa y la montaña, del golfo de Schiso y el Etna. Carlos y yo nos preguntábamos si cuando las tragedias que se representaban se volvían especialmente pesadas los espectadores se consolarían con esas soberbias vistas. Todo un reto para los autores teatrales.


Los griegos crearon esa escenografía espectacular en combinación con la naturaleza y, según la guía, los romanos se empeñaron en perturbarla con la alta escena y la conversión del lugar para luchas de gladiadores, previo derribo del escenario y el foso de la orquesta. Constanza de Aragón, en el siglo XII, construyó una villa en la parte derecha. La destrucción hizo un buen trabajo y se cargó muchas de esas modificaciones que casaban poco con su esencia original.


Pagamos la entrada, caminamos sobre el semicírculo central, subimos por las gradas y buscamos las mejores vistas. Sin duda, un excepcional mirador sobre la costa hacia Mesina y hacia Catania. Aquellos arcos abiertos atrajeron nuestra vista, que paseó sobre los lugares que habíamos visitado y que visitaríamos más tarde. El mar abrigaba un azul oscuro y algo severo. Permanecía en calma y sobre él destacaban las embarcaciones que estaban a merced de los elementos.

Después de deambular por la parte alta de las gradas nos sentamos a disfrutar de esa vista eterna. A la derecha, se desplegaba el pueblo medieval, el bosque que se deslizaba por la pendiente hasta el mar. La sensación era de estar mucho más altos. Evoqué mis escasos conocimientos de las tragedias griegas, de la mitología, y de la historia antigua. Me imaginé como un ciudadano que asistía a uno de aquellos espectáculos tan didácticos y ejemplificantes, los actores con sus túnicas y sus máscaras, escenas de una sociedad desarrollada y culta.

Sobre todo, evoqué la noche que asistí a una de las veladas de ballet del Festival de Verano. Sacrifiqué la cena, tomé un bollo grasiento para engañar el apetito, bebí una botella de agua que me costó una fortuna y permanecí un rato en la entrada observando a los asistentes. Abundaban los trajes de noche para las mujeres y las chaquetas con corbata en los hombres. El programa se titulaba Omaggio a Bejart, Homenaje a Bejart, el conocido coreógrafo francés, interpretado por el teatro di Danza di Torino. Las figuras principales eran Grazia Galante y André de la Roche, de origen vietnamita y adopción americana. La entrada me costó 60.000 liras, unas 5400 pesetas ,34 euros, una fortuna en aquella época.
Por supuesto, no recuerdo las piezas que interpretaron y que dejé consignadas en mis notas: Light, basada en Vivaldi, Wanga, de Andreas Vollenweider, Diafragments, con fragmentos de Jean Marie Onni, John Zorn y Benjamin Britten, Quartet, basada en la música de Bach. Era una combinación clásica y de vanguardia. Fue un momento mágico, vibrante. Lo que no olvidaré nunca fue la interpretación del Bolero de Ravel por Grazia Galante al final del espectáculo. Ella había sido la compañera sentimental de Jorge Donn, un conocido bailarín argentino, según me informaron unas compañeras de viaje de la misma nacionalidad y grandes aficionadas al ballet. Antes de morir, ella le prometió que bailaría una única vez esa pieza en el teatro de Taormina. Yo fui uno de los privilegiados que fue testigo de aquella ejecución tan especial cargada de sentimientos, de pasión, de nostalgia por el amor perdido y de un deseo sublime por conectar con su alma. El público estaba tan extasiado que prolongó la ovación hasta que Grazia rompió su promesa y lo volvió a interpretar.

Siempre que escucho el Bolero de Ravel me transporto a aquel lugar, a aquel momento. Aún se me eriza la piel al escribir sobre ello más de dos décadas después.
-Tío, debemos de movernos- dijo Carlos zarandeándome un poco y sacándome del ensimismamiento. No fue hasta ese momento cuando volví a sentir el calor húmedo sobre mi piel.

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