Montamos en la cabina y
observamos la pista de esquí bien señalizada. De la arena negra salían unos
compactos arbustos de jugoso verde. Poco después estábamos a 2.500 metros.
Las vistas desde la base y desde
el lugar donde nos dejó el funicular eran similares, algo turbias por la
influencia de las nubes. En los días claros se contemplaba el mar y hasta la
isla de Malta. Hacia la cumbre el paisaje estaba más despejado, sin la bruma
gris que difuminaba los contornos del horizonte. Teníamos la intención de subir
hasta la cumbre, a 2.950 metros (más arriba, a 3.322 metros, no estaba
autorizado) pero nos comentaron que llevaría tiempo y nos obligaría a
prescindir de la visita a Taormina. Había que tomar unos camiones inmensos de
gigantescas ruedas que salían a determinadas horas. O dedicar entre tres y
cuatro horas para el ascenso y el descenso. Los regresos también estaban
programados lo que implicaba unas dos o incluso tres horas en el mejor de los
casos. El desnivel no era demasiado grande, unos cuatrocientos metros, lo que
nos creó aún más ansiedad.
Aprovechamos para caminar por la
carretera polvorienta y fantasmal. El acceso al infierno estaba cerca. Aquel
terreno lunar ofrecía curiosidades enormes, montículos de piel rugosa,
formaciones caprichosas y sensacionales.
Hubiéramos podido prolongar
nuestra estancia visitando la impresionante depresión formada por el
hundimiento geológico que era el valle del Bove o la Garganta de Alcántara, o
alguna de las numerosas cuevas, pero deberán esperar a otra ocasión más propicia,
o con más tiempo.
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