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Sicilia: Sueños de una isla invadida 33. Etna IV.



Montamos en la cabina y observamos la pista de esquí bien señalizada. De la arena negra salían unos compactos arbustos de jugoso verde. Poco después estábamos a 2.500 metros.
Las vistas desde la base y desde el lugar donde nos dejó el funicular eran similares, algo turbias por la influencia de las nubes. En los días claros se contemplaba el mar y hasta la isla de Malta. Hacia la cumbre el paisaje estaba más despejado, sin la bruma gris que difuminaba los contornos del horizonte. Teníamos la intención de subir hasta la cumbre, a 2.950 metros (más arriba, a 3.322 metros, no estaba autorizado) pero nos comentaron que llevaría tiempo y nos obligaría a prescindir de la visita a Taormina. Había que tomar unos camiones inmensos de gigantescas ruedas que salían a determinadas horas. O dedicar entre tres y cuatro horas para el ascenso y el descenso. Los regresos también estaban programados lo que implicaba unas dos o incluso tres horas en el mejor de los casos. El desnivel no era demasiado grande, unos cuatrocientos metros, lo que nos creó aún más ansiedad.


Aprovechamos para caminar por la carretera polvorienta y fantasmal. El acceso al infierno estaba cerca. Aquel terreno lunar ofrecía curiosidades enormes, montículos de piel rugosa, formaciones caprichosas y sensacionales.


Hubiéramos podido prolongar nuestra estancia visitando la impresionante depresión formada por el hundimiento geológico que era el valle del Bove o la Garganta de Alcántara, o alguna de las numerosas cuevas, pero deberán esperar a otra ocasión más propicia, o con más tiempo.


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