Tomamos la carretera hacia el
sur y nos desviamos hacia el interior. El volcán permanecía agazapado tras una
nube espesa. Se asomaba, se ocultaba, jugaba con el cielo y el viento. Las
cuestas se adentraban entre explotaciones agropecuarias y pequeños pueblos con
los colores risueños. Apretaba el calor y quien no tenía mayores obligaciones
se resguardaba bajo techo.
Había que concentrarse en la
carretera. Sin embargo, siempre había un instante para apreciar la generosa
flora y los cambios que se producían conforme ascendíamos. Los cultivos de
cítricos y viñedos dejaban paso a los bosques, a un paisaje serrano donde los
árboles pugnaban por crecer más que su vecino. Abundaban los pinos alerces que
daban sombra a helechos y arbustos, o los castaños y los robles, encinas, hayas
y abedules. En el siguiente escalón ecológico la naturaleza se empobrecía y
tomaba mayor protagonismo el matorral. Reinaban las flores de colores vistosos
que producían un hermoso contraste con los campos de lava. Se imponía el
paisaje lunar, básico, seco y primitivo.
El número de especies animales
había descendido en un siglo. El lobo y el búho real eran especies extinguidas.
Las águilas parecían recuperarse. Jabalíes, gamos, corzos y nutrias seguirían
su mismo destino. Quizá por ello se había declarado todo el entorno como parque
natural para una mayor protección.
Conducíamos sobre una enorme
bolsa de magma situada a unos 20 kilómetros de profundidad y formada por rocas
sedimentarias y cristalinas dispuestas a salir por alguna de las fracturas del
terreno o por alguno de los doscientos conos del volcán. Imponía respeto.
Nos extrañó que hubiera poco
tráfico. Recordaba un flujo constante de vehículos, no demasiado denso, aunque
suficiente para avanzar en grupo. Íbamos prácticamente solos. No sé si fue el
navegador o algún despiste en la planificación, pero aparecimos en un lugar que
no teníamos previsto: Etna Norte-Liguaglossa, a 1806 metros. Después supimos
que era el acceso por Piano Provenzano. Lo único que había era un telesilla de
una de las dos estaciones de esquí que permitían practicar este deporte en
invierno. En las erupciones de principios del siglo XXI habían desaparecido el
refugio, los telesillas, un hotel y las pistas. En mi anterior viaje me imaginé
bajando a huevo por una de aquellas pistas perseguido por un río de lava que
trataba de engullirme. Por supuesto, estaba cerrada y desierta. El malpáis
negro y seco alcanzaba hasta el aparcamiento. Los componentes de otro vehículo
que llegó unos instantes después mostraron la misma cara de decepción que
nosotros.
No obstante, era un lugar
hermoso. Abundaba el verdor del bosque. El dramatismo lo ponían unos árboles
sin hojas, blancos, como víctimas del fuego. Alguna de las erupciones recientes
podría haber causado ese contraste. Regresamos al coche, rehicimos el camino y
nos lanzamos en busca de la otra estación de esquí y su funicular.
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