El Etna era el corazón de fuego
de la isla, una presencia constante en su parte oriental. Pertenecía al mismo
eje de volcanes que el Vesubio, en Nápoles, o Strómboli y Vulcano en las islas
Lípari. Desde la antigüedad fue una mezcla de fascinación y pavor lo que
produjo entre los habitantes de la zona y los visitantes que se acercaban a
conocer aquella maravilla de la naturaleza que vinculaban con los dioses.
Nuevamente es Virgilio y la Eneida los que nos aportan una de esas
visiones apocalípticas de la montaña de fuego:
Y así, perdido el rumbo,
arribamos a tierra de los
Cíclopes. Está el puerto espacioso
a seguro de embates de
los vientos. Cerca el Etna retumba
con horrendo derrumbe.
Lanza al aire unas veces negra nube
que humea un torbellino
de pez y candentes pavesas;
borbotea cuajarones de
llamas que lamen las estrellas.
Otras veces arroja a las
alturas las entrañas
desgajadas del monte
mugidor, sus derretidas rocas por los aires.
La lava borbollea en lo
hondo de su sima.
Es fama que esta mole
atenaza al corpulento Encélado
abrasado por el rayo y
que, a la masa imponente de Etna
apilada sobre él, le
brotan por las grietas de sus hornos, las llamaradas
que el gigante espira. Y
cuantas veces gira de cansancio el costado,
Trinacria entera tiembla
rezongando y cubre un cendal de humo todo el cielo.
Virgilio no fue el único que
escribió sobre el Etna. Homero sitúa la escena de Ulises y el Cíclope en este
entorno. Tifón, hijo de Gea que intentó matar a Zeus por la derrota de los
titanes, yacía en su interior. La ninfa Etna había intervenido en el pleito que
mantuvieron Deméter y Hefesto por la posesión de la isla. Había dado mucho
juego a la mitología griega, a escritores y viajeros.
El volcán tenía un largo
historial de erupciones que habían causado graves estragos en la isla. Su
tierra era fértil pero igual que podía regalar buenas cosechas podía destruir
campos, casas y vidas. Por su naturaleza de estratovolcán, cónico, de gran
altura, no eran habituales las erupciones violentas en que escupiera rocas
enormes que podían caer sorpresivamente sobre quien se acercara al mismo. Su
lava densa había formado estratos que se alternaban con piroclastos. El
Mongibello, la Montaña de Fuego, formaba parte del paisaje y de la vida de
Sicilia.
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